El piso de madera está cada vez peor. Mateo todavía no le presta atención a esas cosas. Él ordena los soldaditos de plástico uno a uno y en distintas formaciones, con una paciencia ya de plástico duro, al menos.
Acomoda a lo lejos, sobre unas almohadas, a los francotiradores. Cerca del escritorio donde estaba apoyada la Commodor 64, coloca estratégicamente los tanques. Más allá, sobre la mesa de luz, los generales observan como si de un TEG se tratara todo. Las muñecas de plástico de la abuela loca, observan cómo éstos, en el campo de batalla, comienzan a disponer sus fichas.
Mateo tiene una cantidad estúpida de soldaditos de plástico. Tiíta, cuántos soldaditos tengo? Como quichicientos, mi amor, le decía su tiíta que era re linda mal y le gustaba un poco boludearlo.
Su papi le trae algún juguete todas las semanas, pero él todavia no le presta atención a esas cosas. Solo sabe que tiene soldaditos. Ni siquiera tiene noción de que son muchos.
Por la puerta se asoma Miguel. Él es un año y medio menor pero tiene exactamente la misma ropa que Mateo, como si fueran gemelos. A Lorena le encanta ponerles la misma ropa pero distinta.
Ninguno de los dos nenes le presta atención a que ambos tienen exactamente el mismo par de Kicker’s de gamuza, enterito de jean y remera, uno azul con vigos verdes, el otro roja con detalles azules. Miguel mira el panorama desde la puerta. Se sonríe de tal manera que se le marcan los pocitos en los cachetes: dos de un lado y uno del otro.
Su madrina, Lorena, se emboba de ternura cada vez que hace ese gesto. En realidad tiene devoción total por ese nene. Es el hijo de una amiga de su hermana que conoció en la facultad. Hace ya algunos años que trabaja en casa de estos nenes cuidándolos. Son un poco sus hijos también. Tanto es así que sus propios padres son “los abuelos locos” de estos niños, que no tienen tanta relación con los padres de sus padres.
Miguel sonríe y saca de su bolsillo una pelota de ténis. Da unos pasos atrás, saliendo del umbral y vuelve al recibidor donde empieza a rebotar la pelotita contra una pared. La tira y la ataja una y otra vez.
Mateo no levanta la mirada. Está ensimismado acomodando unos X-Men y unos Street Sharks, repartidos de manera más o menos equitativa en cada uno de los ejércitos.
De repente, mientras uno de los Motorratones de Marte está llegando a la laguna de la caja de zapatos, un proyectil para nada esperado cae sobre la infantería. Un misil! grita Miguel. Onomatopeyas de explosiones salen de la boca de Miguel mientras Mateo solo dice nonononoMiguelparáno y empieza a lagrimear. Unterremoto! grita Miguel entusiasmado con el desmadre y salta y salta y salta en el piso de madera que cruje y las bajas en los ejércitos empiezan a crecer a ritmos agigantados.
Miguel se ríe un ratito pero después abraza a su hermano y se va corriendo al patio. Mateo, vuelve a acomodar todos los muñequitos una vez más. Quizás logre que la batalla que imagina comience antes del mediodía.
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