El sol entraba oblicuo por la ventana, ni tan cálido, ni tan frío. De esos soles de otoño que no abrigan del todo pero igual se agradecen. El mate me esperaba en la mesa, tibio, sin apuros, como si supiera que iba a tardar en dar el primer sorbo.
Lo tomé sin pensar. Bah, creyendo que no pensaba. Pero en cuanto el sabor tocó la lengua, me entró por otro lado. Por el alma, digamos. Por esa parte blanda entre el pecho y la memoria, donde se guardan los gestos que uno cree olvidados: la mano de mi abuelo cebando con paciencia de reloj de arena, mi vieja probando el agua con ese oído suyo para los hervores justos, las charlas de madrugada con algún amigo que ya no está, pero que dejó su risa pegada al mate como una calcomanía.
A veces uno toma mate como quien respira: sin darse cuenta. Y sin embargo hoy me detuve. Hoy el mate me frenó. Me hizo saber que esa pausa era más que una pausa. Era un refugio. Un ritual. Un acto de fe tibia en medio del caos.
Me colgué el termo bajo el hombro, como quien se cuelga un escudo. Salí a la calle. El viento jugaba en contra, como siempre. Pero cada paso, con el mate en mano, era un gesto mínimo de resistencia. Contra el mundo, sí. Pero también contra mí mismo. Contra esa parte que quiere ir rápido, que se olvida de mirar.
Cebé otro. Y seguí caminando. Porque hay rutinas que no son rutina. Son forma de quedarse. O de volver.
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