Máscaras en la Eternidad.

He meditado largamente sobre los velos de la existencia, sobre ese arte innato y perverso de revestir el rostro con disfraces de virtud, compostura o indiferencia. Todos somos, al fin, artesanos de la impostura; tejemos día tras día la máscara que mostrará al mundo una faz domesticada, ajena al caos que bulle tras los párpados.

Pero hay un instante—el último—en que ninguna ficción resiste. La Guadaña, esa entidad sin facciones, esa sombra sin ceño, acecha no con la hoz del campesino, sino con la paciencia del cirujano. No corta la carne: desgarra el simulacro. No posee rostro propio, mas deleita en despojar el nuestro de toda máscara.

Lo supe cuando la vi acercarse—silente, inexorable—con su inmaterial caricia. No pronunció palabra ni mostró emblema alguno. Solo alargó sus dedos etéreos y comenzó su labor, aquella que ninguna plegaria puede detener.

Primero arrancó de mi semblante la máscara de la cordura, dejando expuesta la demencia pululante que había escondido tras años de gestos calculados. Luego retiró la máscara de la inocencia, revelando las huellas secretas de culpas nunca confesadas. Por último, tiró de la máscara del yo, de ese rostro ilusorio que ante los hombres llamé identidad, y bajo él… bajo él no había nada. Nada salvo un hueco, un silencio, un pozo de oscuridad donde las voces susurran en un idioma que no pertenece a los vivos.

La Muerte no tiene rostro, pero le embelesa arrebatar máscaras.

Y cuando termina, uno ya no es nadie.