Cuando me regaló sus manos, su beso, su caricia,
todo el cielo lo tuve para mi.
El cuerpo es político: una mujer, yo, se acuesta con un hombre para olvidarse
de que alguna vez tuvo una herida que no pudo sostener. Me besa, me acaricia, nada me duele más
que el aire que entra en el hueco que me dejaron.
Ahora, al borde del paraíso, me escondo entre la muerte y lo dulce que sale de su lengua.
Tengo una piedra en la mano,
una fiesta ajena, no suelo cantar cuando estoy triste.
Cuánto tiempo tiene que pasar para que me arrodille y entre, en el más oscuro rincón, la posibilidad de tener siempre lo que quiero.
¿De quién me tengo que despedir cuando me vaya? No hay nada más absurdo que el olvido, el desierto, la tumba, una lágrima que no para de caer.
Hablo de los árboles, de un auto de roto,
de la cama vacía de mi mamá, las valijas que no tienen destino,
una enfermedad fulminante,
un golpe que es más fuerte que un
beso, una caricia.
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