mobile isologo
    buscar...

    Más fea que la mierda

    Jul 9, 2025

    235
    Más fea que la mierda
    Nuevo concurso literario en quaderno

    Tenía quince años. Y hasta ese día, no me creía fea. No me creía linda tampoco, pero no me pesaba. Esa era yo: una más entre muchas.

    Me gustaba un chico del curso de al lado. No sabía bien por qué. Me gustaba cómo se reía, sus ojos claros, cómo hablaba con sus amigos.

    Ese día salíamos al recreo. Yo venía unos pasos atrás de un grupo.

    No iban susurrando. Hablaban fuerte. Como si el mundo entero tuviera que escucharlos.

    Uno preguntó: —¿Quién es esa?

    Y otro respondió:

    —La que siempre está sola, la alta.

    Y entonces, el chico que me gustaba dijo algo que me quedaría grabado para siempre:

    —Ah, sí. Esa es más fea que la mierda.

    Y después vinieron las risas. No de burla, ni siquiera de maldad. Risas casuales. Livianas.

    Como si no estuvieran hablando de una persona. Como si yo no existiera.

    O peor: como si no tuviera derecho a existir.

    Me nombraron con asco.

    Como si decir mi nombre diera vergüenza.

    Como si molestara.

    Como si yo no tuviera lugar.

    No saben lo que hicieron con eso.

    Ninguno se dio vuelta. Ninguno notó que yo estaba ahí.

    Y tal vez eso fue lo más feo de todo: que mi presencia fuera tan insignificante.

    Que no importara.

    No dije nada.

    No lloré en ese momento.

    Solo me acomodé el pelo, como si pudiera esconderme.

    Esa fue la primera vez que me tapé la cara. Y empecé a hacerlo todos los días.

    Después de eso, me volví más silenciosa. No me gustaba hablar frente a la gente. Tampoco usar ropa llamativa. Me aterraba llamar la atención.

    Prefería pasar como parte del fondo. Invisible. Y cuanto menos me miraran, mejor. Empecé a observar más.

    Las caras de la gente, los gestos.

    A veces alguien me respondía con una sonrisa forzada, con apuro, como queriendo irse.

    Yo lo notaba todo.

    Las cejas levantadas, la mirada que se perdía, el tono seco.

    Y lo peor era saber que no lo imaginaba. Que era real.

    Sentía que tenía que pedir permiso para estar.

    Que cada palabra, cada risa, cada paso que diera era un riesgo.

    Como si cualquier cosa que hiciera fuera demasiado.

    O ridícula.

    O fuera de lugar.

    Admiraba en silencio a quienes no eran “lindos” pero igual se movían con soltura.

    Los que hablaban fuerte, se reían, se sentaban con quien querían.

    No podía entender cómo lo hacían.

    Cómo se atrevían.

    Cómo no se daban cuenta de que el mundo los estaba mirando.

    O peor: sí lo sabían, y aun así no les importaba.

    Yo, en cambio, me deshacía tratando de que nadie me notara.

    Y cuando alguien me hablaba, me ponía rígida. Como si cada palabra pudiera volverse en mi contra.

    Nunca le conté a nadie lo que pasó ese día.

    Ni a mi mejor amiga.

    Ni a mi hermana.

    Ni siquiera años después, cuando ya no dolía igual, pero seguía ahí.

    Me lo guardé.

    Como si contar lo que me había roto fuera más vergonzoso que haberme roto.

    No sé bien por qué.

    Tal vez por miedo a que alguien me dijera que exageraba.

    O que me respondiera con un “bueno, no sos tan linda, pero tampoco es para tanto”.

    O que simplemente se quedaran callados, sin saber qué decir.

    Así que me callé yo.

    Me tragué la bronca, la vergüenza, el asco.

    Y dejé que eso creciera adentro como una planta torcida, de esas que buscan la luz en cualquier dirección.

    A nadie le conté que me habían nombrado con asco.

    Que me hicieron sentir que mi existencia molestaba.

    Que no tenía derecho a gustar de alguien.

    Ni siquiera a gustarme a mí.

    Crecí.

    Cambió mi cuerpo.

    Me animé a cambiar el pelo, la forma de vestirme.

    Aprendí a maquillarme, a usar ropa que me favoreciera.

    No por gusto.

    Al principio fue por obligación.

    Tenía que parecer "presentable" para una entrevista, para el trabajo, para que no me miraran con lástima.

    Y un día, sin buscarlo, empecé a notar algo distinto.

    Los mozos me hablaban con una sonrisa.

    En los negocios me atendían con más paciencia.

    Alguien me abrió la puerta del colectivo.

    Un desconocido me dijo que tenía “una cara linda”.

    Un jefe me trató mejor que a mis compañeras.

    Y así, de a poco, el mundo me mostraba una versión más amable de sí mismo.

    Pero no me hizo sentir bien.

    No me alegró.

    Me dio asco.

    Una incomodidad que no sabía cómo explicar.

    ¿Y si mi cara volvía a ser la de antes? ¿Si no me arreglaba? ¿Si subía de peso? ¿Si me enfermaba?

    ¿Iban a volver a tratarme como una sobra?

    ¿Era eso lo que valía para los demás?

    Empecé a odiar los cumplidos.

    A desconfiar de cada gesto amable.

    A pensar que no me estaban viendo a mí, sino a una versión editada.

    Una capa de pintura.

    Una máscara que, si se caía, los iba a espantar.

    Y lo más triste es que, a veces, me sorprendía disfrutando esos gestos.

    Porque por más que doliera, por más que supiera que eran superficiales…

    yo también tenía hambre de ser mirada con ternura.

    De sentir que existía.

    De no tener que esconderme más.

    Pero nunca pude creerles del todo.

    Porque yo sé lo que pasa cuando no gustás.

    Yo lo escuché con mi propio nombre en la boca de alguien que me gustaba.

    Yo sé cómo suena el desprecio dicho entre risas.

    Y eso no se olvida.

    Yuliana Davico

    Si te gustó este post, considera invitarle un cafecito al escritor

    Comprar un cafecito

    Comentarios

    No hay comentarios todavía, sé el primero!

    Debes iniciar sesión para comentar

    Iniciar sesión