¿No confesarle un hecho sucedido a una mujer que ha empezado a sentir cosas por mí, para no destruirla a ella o a su familia, es un acto de bondad… o una canallada?
Es lo que me preguntaba mientras tomaba un café frente a sus ojos, en la cafetería Amayta, en el barrio de Retiro, Buenos Aires.
Se llamaba Martina. Tenía cuatro años menos que yo, no era una mujer que impresionara por su belleza explosiva o su estilo de vida sofisticado, sino por lo culta que era. Escucharla hablar era un verdadero placer. Me sorprendía que alguien de apenas 21 años no me hablara de cantantes del momento ni de discotecas en Capital. Ella tenía otra mentalidad. Y otra sensibilidad.
Trabajaba en la vinoteca de su madre.
Fue ahí donde la conocí. Una tarde de otoño, entré solo a mirar los precios de los vinos y ella se acercó a ofrecerme una sugerencia. Le sonreí, algo tímido, y le dije que solo estaba de curioso. Entonces miró mis manos, notó que llevaba un libro.
—Che, disculpame… ¿estás leyendo a Bayly?
—Sí, ¿lo conocés? —le dije, sorprendido.
—Mi mamá lo ama. Era su amor platónico. Él tenía un programa de entrevistas acá a finales de los 90's.
Ese comentario me cautivó. Seguimos hablando un rato, hasta que otro cliente entró y tuvo que atenderlo.
Antes de que se fuera, tomé una botella cualquiera y le toqué el hombro.
—Creo que me voy a llevar este vino —le dije, con una sonrisa nerviosa.
—Buena elección. Pero… ¿estás seguro? Es una cosecha cara.
—Solo si lo tomas conmigo —le respondí, mirándola a los ojos.
Se rió, entre divertida y desconcertada.
—Sos un boludo. Cierro a las siete. ¿Me esperás?
La esperé afuera, leyendo un libro y fumando un cigarro.
Esa noche caminamos por Buenos Aires como si no hubiera mañana. Dos veinteañeros bebiendo un vino de cuarenta dólares del pico de la botella, como si fuéramos dos borrachos desalojados filosofando sobre la vida.
—Boludo… si mi vieja me ve tomando así este vino, me deshereda —me decía entre risas.
—Este va a ser nuestro secreto —le contestaba yo.
Capaz esperan que les diga que esa noche nos besamos.
Pero no… Solo hablamos.
Después empezamos a vernos más seguido. En una de esas salidas, sí, nos besamos. Pero no pasaba de eso. Hasta que un viernes ella vino a dormir a mi departamento. Su madre la dejó en la puerta. Me saludó desde la ventana del auto y se fue. Me pareció curioso. Preparamos la cena, tomamos vino, nos emborrachamos. La llevé al cuarto, la acosté. Comenzamos a besarnos. Y entonces sentí sus lágrimas.
—¿Estás bien? Si quieres, paramos —le dije.
—No es eso… —me respondió—. Todavía no supero a Santiago, mi ex.
No me molestó. De hecho, lo entendí perfectamente.
Yo también seguía soltando —como podía— a Miranda, la argentina por la que alguna vez había venido a este país.
Le sequé las lágrimas, le sonreí con ternura. Fui a la cocina y le preparé una infusión. Esa noche dormimos abrazados, como dos almas rotas que necesitaban contención más que deseo.
Después seguimos viéndonos. En la siguiente salida, me pidió disculpas por lo ocurrido. Me reí, le dije que no pasaba nada.
Entonces me dijo, sin vueltas:
—Kai, voy a ser franca con vos. No quiero enamorarme de nadie. Pero sí me gustaría que seamos amigos íntimos.
La miré.
Le agarré la mano y le respondí:
—¿Estás segura? Porque yo tampoco quiero enamorarme, pero si hay algo que realmente no quiero es lastimarte, Marti.
Asintió.
Empezamos a tener sexo.
Fue más o menos a lo largo de un mes.
Sinceramente, era un sexo algo frío. Teníamos más química después, en nuestras charlas post sexo, mientras fumábamos un cigarro.
Un día, me invitó a tomar vinos a su casa.
—Kai, Andrea te quiere conocer, boludo —me dijo, riéndose nerviosa.
No voy a mentir. Me sentí confundido. ¿Por qué la madre de una chica que tenía sexo sin compromiso conmigo querría conocerme? ¿Qué le habrá contado? ¿Le dijo que soy su novio? ¿Le dijo que soy su amigo gay? ¿Por qué carajo su madre me quiere conocer?
Colegiales, Buenos Aires. 10:00 p.m.
Toqué el timbre. Andrea —su madre— me abrió la puerta.
Era una mujer divorciada de 50 años, aunque fácilmente parecía de 40. Rubia, delgada, con una sensualidad extraña. Le pregunté por Martina. Me dijo que bajaba en un rato. Me hizo pasar a la cocina. Mientras ella preparaba una picada, yo hacía malabares tratando de abrir bien una botella de vino, después de ver veinte TikToks sobre cómo usar un sacacorchos.
Martina bajó. Estuvimos los tres tomando y riéndonos de tonterías. Hasta que quise ir al baño.
Martina me llevó de la mano al segundo piso para mostrarme el baño. Pero antes de abrir la puerta, me tironeó del brazo y me besó con una urgencia que me prendió la boca. Nos pegamos contra la pared, me rozó la camisa como si quisiera arrancármela. Nos metimos en el baño a ciegas, cerré la puerta mientras ella abría el caño del lavadero con una violencia casi coreográfica.
—Kai… hacémelo acá. Ahora. Te deseo. Me estoy enamorando de vos —me dijo, jadeando entre beso y beso, con los ojos brillando de algo que no era solo deseo.
Me quedé helado.
No por el deseo. Sino por eso último. “Me estoy enamorando de vos.”
La mujer que me había propuesto sexo sin compromiso, la que decía que no quería nada serio, me estaba diciendo que se estaba enamorando de mí.
Cerré el caño, le agarré el rostro con suavidad.
—Hablémoslo en otro momento, ¿sí? Tu mamá debe estar esperando abajo.
Ella me soltó la cara, se dio media vuelta y salió.
Volvimos a la mesa. Seguimos conversando, pero Martina ya no hablaba.
Solo tomaba.
2:00 a.m.
Martina estaba ebria. Andrea me pidió que la ayudara a subirla a su cuarto. La acosté. La abrigúe con el edredón. Le dejé una nota en su velador:
"Veámonos este domingo en la cafetería que tanto querías ir en Retiro."
Bajé. Me despedí de Andrea. Pasé por la sala a buscar mi abrigo. Me di vuelta.
Y Andrea estaba delante mío.
Me besó.
Me quedé paralizado.
No podía mover los labios.
Me empujó con decisión al sofá y se montó sobre mí como si supiera exactamente lo que estaba haciendo. Me desabrochó la camisa con una mezcla de precisión y ansiedad, deslizaba los dedos por mi pecho. Pero algo dentro de mí gritó. Reaccioné. La tomé de los hombros, la giré a un lado y me puse de pie.
—Esto está mal. No puedo hacerle esto a Martina.
—Nene… ella no se va a enterar. No se despierta hasta mañana.
—No. Me voy.
—¿Acaso soy mucha mujer para vos?
Solo me reí. Y me fui.
Domingo. 5:00 p.m. Cafetería Amayta, Retiro, Buenos Aires
Estaba esperándola.
No sabía qué hacer.
¿Ignorar lo que pasó? ¿Tocar el tema de que se estaba enamorando? ¿Decirle lo que hizo su madre?
Martina llegó.
Bajé a recogerla. Andrea la había traído en auto. Me saludó desde la ventana. Yo apenas levanté la mano. No podía mirarla a los ojos.
Subimos a la terraza. Antes de pedir algo, Martina sacó un libro de su cartera. La mujer de mi hermano, de Bayly.
—Andrea me dijo que te lo regala —dijo, sonriéndome amablemente.
No entendía nada.
¿Ya sabía? ¿Andrea le había contado?
¿Fue un mensaje silencioso?
—Marti, yo…
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