El reloj suena mientras marca las ocho de la mañana, en la calle se escucha el pasar de los autos, las personas caminando con prisa y los vendedores nómadas que recorren toda la ciudad llevando comida para poder comprar la suya. El tráfico incesante es una alarma más que anuncia la cotidianidad de una gran metrópolis en aprietos y en apuros que es un fiel retrato de su sociedad. La capital del país, selva de cemento levantada sobre un lago seco, sobre los restos arqueológicos de una civilización de la cual somos resultado.
Entre el vibrante sonido de los claxon, hombres ansiosos por llegar discuten; “apúrate, cabrón”, “para eso tienes las direccionales”, “esta cosa no avanza y este que se quiere meter a la fila”. Pareciera que esas discusiones eran un teatro matiné pues en los edificios, las personas que salían a tomar un poco de aire o a ver lo que ocurría, se convertían en automático en espectadores de primeros, segundos y terceros pisos que desde sus puertas, balcones y ventanas veían las inclemencias, las señas con las manos de los taxistas, de hombres y mujeres que sin ganas pero que con obligación debían llegar a su trabajo.
Dentro de esos espectadores mañaneros había un chico, Miguel. Llegó a la ciudad de México para afianzar un trabajo en una empresa reconocida en una colonia de prestigio, “muy temprano y ya tan rápido están peleando”, se decía el chico de veintitrés años de edad. Miguel se sentía nervioso, ansioso pero felíz porque estaba a unas cuantas horas de obtener el trabajo que siempre soñó. Era de Guerrero, viajó tres días antes a Ciudad de México donde comenzó a rentar un pequeño departamento, pues las charlas con la empresa estaban totalmente avanzadas y por buen camino. Se graduó de la facultad de biología, ganó experiencia trabajando fines de semana en algunas UMA´s(Unidad de Manejo Ambiental) de su ciudad. Se había inclinado por los felinos y los reptiles a los cuales atendió mientras tenía días libres. Llegó a la capital del país dejando a su mamá, a su abuela y su hermana de tan solo seis meses de nacida, su padre murió tres meses atrás gracias a la delincuencia organizada, pues era cabeza de un colectivo de los pueblos defensores. Se llevó con él únicamente dos mochilas llenas de ropa, unas cuantas cosas para uso personal y sueños que tenía que lograr, así es, tenía.
A las ocho con treinta minutos Miguel se alistó para bañarse, buscó el traje que le había prestado su tío antes de irse, pues sabía que la buena presentación era puntos de ventaja en la entrevista que tendría con los dueños.
A las nueve con quince minutos picó fruta que un día antes compró en el tianguis que se puso en la calle de al lado, justamente él había rentado el departamento en un edificio que estaba ubicado en la esquina de Ámsterdam y Laredo de la delegación Cuauhtémoc. Una zona bastante céntrica y de prestigio, para algunos.
A las diez de la mañana prendió la radio, una radio que su abuela le había obsequiado para que escuchara música durante el viaje y sintonizara algunas de sus estaciones de radio favoritas ya que de pequeño Miguel soñaba con ser locutor.
Diez de la mañana y treinta minutos, revisó sus papeles, que todo fuera en orden, que las copias fuesen las correctas, se preparó un café y se asomó a la ventana para dispersar los nervios.
A las once de la mañana, a unas decenas de calles al norte, en la colonia San Rafael, sus próximos jefes revisaron nuevamente el currículum de Miguel. Estaban convencidos de la preparación del joven, la cita no era para hacerle una última entrevista, era para decirle en persona que el puesto era suyo, fueron dos semanas de reuniones virtuales donde avalaron, pusieron a prueba y calificaron las habilidades que estaban buscando para que sea la cara juvenil y con un gran perfil académico de su empresa.
Once con cuarenta minutos, Miguel le mandaba un mensaje a su mamá diciéndole que saldría a la una de la tarde con veinte minutos para poder llegar a tiempo.
Mediodía; recibió llamadas de sus amigos deseándole suerte y le mandaban todo el apoyo a la distancia.
Dieron las doce con treinta minutos y conectó una memoria usb con música que traía siempre con él.
Una de la tarde, se fué al baño para lavarse los dientes, se peinó y perfumó.
A la una con diez minutos bajó a esperar un taxi, pues sus ansias no lo dejaban esperar más pero antes de buscar la parada del transporte recordó que había dejado en la cama la pulsera que su papá le había regalado cuando él era niño y que consideraba un amuleto de la suerte, eran la una de la tarde con trece minutos cuando subió a su departamento.
Al tomar la pulsera y colocarla en su muñeca derecha, sintió un movimiento extraño, las lámparas que tenía comenzaron a moverse de derecha a izquierda, la luz se fue y el techo se vino abajo. Miguel quedó cargando en su espalda el peso de otros tres pisos que lo dejaron sin vida.
Era martes, era la una de la tarde con catorce minutos y cuarenta segundos de un 19 de septiembre del 2017.
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