Hay un trazo en la piel que no es arte,
no hay belleza en su cruel geometría.
No es juego ni moda, es parte
de un grito oculto que el alma envía.
Nadie vio cuándo empezó la caída,
ni escuchó el primer crujido interior,
ese momento en que la vida
dejó de tener forma, calor o color.
No es una herida cualquiera, superficial,
es una letra muda de un idioma sin nombre.
Un diamante invertido, casi ritual,
un símbolo que el dolor me encombre.
Hay días en que el silencio pesa más que el cuerpo,
y el pecho se vuelve caverna sin fin,
donde el eco del mundo es incierto
y la esperanza se esconde, ruin.
Caminas entre gente, pero sigues solo,
con una sonrisa ensayada por deber.
Nadie nota el peso del plomo
que llevas en los huesos al amanecer.
Te preguntan si todo está bien, y mientes,
con la habilidad de quien ya no espera.
Tu dolor es una casa sin paredes,
una tormenta que nunca cesa.
Así nace la marca, no por deseo,
sino por falta de otra manera de gritar.
Cuando todo dentro se vuelve feo,
y solo el filo te sabe escuchar.
No hay gloria en lo que se corta,
no hay valentía en el acto final.
Solo un alma que poco a poco aborta
todo lo que alguna vez fue vital.
Verde es el pasto, como si burlara
la tristeza que arrasó el jardín.
El mundo sigue, canta y no para,
pero tú no estás ya del todo ahí.
Quizá algún día esa marca sane,
y el diamante que sangra se vuelva flor.
Quizá la luz regrese, más tarde,
cuando alguien toque tu dolor.
Pero hoy no. Hoy solo queda el viento,
y una figura grabada con soledad,
un pequeño monumento
a una vida cansada de su verdad.
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