Regresar siempre resulta fácil,
más fácil si sabes regresar.
Cuando enarbolas verbos como este,
es indispensable saber que hay deudas que habrá que pagar
más allá del camino que recorrerás,
centavos que ofrendarás, deudas por contraer.
Regresar presupone la lacónica aceptación de la lejanía,
cuando confesar te hace ver tu propia fragilidad
de animal herido por el lapso y la inopia
y esa persistente mirada al final del vacío:
el mar como un espacio perpetuo,
espejo de nosotros mismos
y la terrible sensación del extravío que regala.
Cuando decides regresar,
-aún sabiendo que nada será como recordabas,
como tu eterno rincón oculto bajo la sombra del almendro-
las calles apenas sabrán nombrarte
y será insoportable la súbita conciencia de que no estás.
Y sentirás que te golpeará como un venablo
que has dejado de transcurrir más allá de ti mismo,
de tu persistente sabiduría
y el tiempo pasará mientras confías en poder continuar
y las luces, esas que una vez estuvieron para ti,
ya no serán la guía de tu paz.
Dejarán de marcar la línea divisoria de tu andar.
Propondrás
y no conseguirás nada.
Estallarás
y no te escucharán
más que el silbido latente del estropicio,
de la cadencia indecente de tu mortaja,
de la blanca y eterna túnica de la verdad
que te recuerda en cada momento que regresar,
siempre que te atreves a regresar
comienza el final de tu camino.

Yom Hernández
Aquí un licenciado en Historia, loco por la literatura que lee y escribe pertinazmente. Padre de tres libros publicados por Ed Atlantis, Ed Adarve, Ed Cuadranta.
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