Si lo arrastro por dentro,
siento cómo arde y raspa,
como un filo que se clava
sin dejar ninguna marca.
Ese peso no se va,
ni se esconde ni descansa.
Solo espera que me duerma
para abrir otra garganta.
Viejos tiempos, lo confieso,
donde aún podía reír,
pero ahogaba lo que ardía
tras un falso porvenir.
Me mordía los pensamientos,
los dejaba en el papel,
como tinta que no grita,
pero sangra igual que él.
Pensaba que me ayudaba,
pero solo lo cubría.
Era un gesto silencioso
que dolía… y repetía.
Ya no sé por qué lo hacía,
solo sé que lo sentía,
como un fuego sin salida,
como un nudo que oprimía.
Buenos los días de calma,
cuando el pecho no temblaba,
pero un susurro bastaba
para abrir de nuevo el alma.
Esas sombras regresaron,
las de filo y de silencio,
y aunque nadie las nombraba,
yo las vi frente al espejo.
Y entonces vino el temblor,
el pecho apretado y frío,
como si algo desde adentro
quisiera quitarme el aliento.
Las manos no respondían,
mi garganta se cerraba,
y el mundo se volvía
un túnel sin salida ni calma.
Ataques sin avisar,
tormentas dentro del pecho,
con el corazón corriendo
y el cuerpo pidiendo techo.
Un segundo en el vacío,
por las veces que intenté
pedir ayuda en mi forma…
y nadie lo quiso ver.
Quise gritar, no pude hablar,
así que aprendí a marcar
mi dolor con otro gesto
que doliera sin llorar.
Secretos bajo la piel,
que no buscan atención.
Solo piden una pausa,
solo piden compasión.
Pensamientos que desgarran,
como trazos que no sanan,
y esa fe que se me escapa
cuando la noche me llama.
Recuerdo cómo caía
ese rojo carmesí,
y aunque calmaba el tormento,
algo dentro seguía en mí.
Pensé que el tiempo curaba,
pero el tiempo no entendía
que hay heridas tan profundas
que no sangran… pero gritan.
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