El mar guarda tu nombre,
lo escribe en sus espumas, lo borra en su retiro.
Yo, un hombre que escribe sobre lo que se escapa,
sobre lo que nunca vuelve,
te encuentro siempre allí:
en el abismo que muerde la arena,
en el filo de un horizonte que no puedo cruzar.
Las olas me susurran tu voz en un idioma roto,
una lengua que inventamos entre miradas y sonrisas.
El viento arrastra tus risas apagadas,
mezclándolas con el rumor de un mundo
que también parece olvidarme.
Cada noche, el mar es un espejo negro
donde me busco y no me hallo.
Allí te dibujo con palabras que naufragan,
con metáforas que se hunden,
porque escribir es mi manera de tocar lo que no tengo,
mi única forma de volver a tus ojos.
La costa, eterna como el dolor,
me muestra sus cicatrices de espuma.
Pienso en Borges y en su obsesión por los laberintos:
mi laberinto es el agua,
y su centro sos vos,
o más bien la sombra de vos,
ese eco que la distancia amplifica hasta doler.
Te extraño en cada ola que se rompe,
en cada gaviota que grita un adiós que no quiero escuchar.
El mar, mi único testigo,
mi única traición,
me devuelve una y otra vez
al lugar donde aprendí a ser naufrago.
Y aunque sé que no volverás,
cada palabra que escribo es un intento,
un puente de agua que se desmorona,
una oración que se pierde en la sal del mar
y de esta melancolía sin fin.
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