Mientras podaba ligustrinas bajo el sol agobiante de diciembre, rompí, por descuido, uno de los doscientos duendes que vigilan el jardín de Doña Elisa, y, ésta, colérica, me echó sin pagarme un solo centavo. No quería volver a casa con los bolsillos vacíos y me recosté en un tobogán a contemplar el anochecer. Las luciérnagas estallaban a mi alrededor, estallaban de celos por las luces navideñas con las que los vecinos decoraron las fachadas de sus hogares. Después de todo, sentía algo de pena por ella, al imaginarla velando los restos del duende en la soledad de su quinta.
Entrada la noche, recordé un momento vago de mi infancia: me hamaco, sin compañía, en la placita de mi ciudad natal, lloro y mi corazón parece un pájaro recién enjaulado; al tomar altura, me arrojo de un envión hacia una luna llena y radiante…
Creo que los juegos de las placitas son máquinas de tiempo truncas, aunque puede que, aquella vez, hayan funcionado, sino cómo se explica ese abismo entre mi infancia difuminada y esta adultez vacua.
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