Escucha el silbido del hombre a la distancia, insoportable, hecho para arrebatarle la paciencia. Es medianoche, entre callejones se acerca a paso lento, pero él parece tranquilo, sin saber que dos jóvenes armados lo acechan por la espalda.
Ajusta el cuchillo en su puño, el filo refleja sus ojos como un espejo; son oscuros, dos agujeros tallados hasta el fondo de su cráneo. Traga saliva, las manos le sudan.
Hazlo ya, dice su hermano mayor en un susurro, su mirada se enfoca en él, amenazante. Ensúciate las manos por una vez.
Ensuciarse las manos, claro. Su hermano es quién siempre hace el trabajo porque lo único que sabe hacer es ensuciarse las malditas manos.
Lo mira por un segundo demasiado largo, sus ojos hirviendo, pero vuelve a fijarse en el hombre a la distancia, que sigue silbando, cada vez más alto, más agudo. El sonido se envuelve hacia el interior de sus oídos, se retuerce de camino hacia sus sesos y le punza como una aguja.
Es ese mismo ardor de antes, de días antes, que le ha subido desde el pecho, que ha quemado detrás de sus cuencas como una fogata a la que le han echado más maleza para mantenerla viva.
Respira y la respiración se le agota. Tiene la sensación de que acaba de despertar de otro sueño, pero ahora, el sueño no se difumina. Al contrario, se esclarece con cada paso, al igual que esa necesidad enferma cuando se despierta en medio de la noche.
Ignora las palabras de su hermano y se acerca al hombre, cauteloso, a punto de cazar una presa. El silbido se hace más alto y piensa en callarlo de golpe, en llenar el espacio de su garganta con el filo, retorcer hasta el fondo para asfixiar el eco.
Niega, respira mientras avanza. No ha dormido bien en días, tiene que ser eso, pero su cuerpo se impulsa por sí solo. Escucha el corazón del hombre dentro de su propia cabeza; es tranquilo, late pausado, tamborea entre pulmones que no dejan de inflarse para seguir respirando. Su calma es fatigosa, se fusiona con el aire espeso que lo rodea y, nuevamente, no lo soporta.
Un paso le basta para rodearle el cuello cual bestia hambrienta. El corazón del hombre, al instante, golpea como un pájaro en una jaula, sin escapatoria entre el estrecho de sus costillas. Se agita de lado a lado, patalea, se retuerce en su agarre y lucha con esperanza por segundos más de vida.
Ajusta el agarre y entierra el filo en la garganta expuesta. La piel se abre con facilidad, pero no es suficiente, no parece suficiente, porque aún respira, demasiado alto, demasiado fuerte.
Lo entierra de nuevo, una, dos, tres veces. La sangre salta en un chorro y el olor que arrastra desde sus sueños finalmente le hace sentido; el aroma metálico que ondea bajo su nariz, agonizante y horriblemente adictivo. Casi puede saborear las gotas, la tibieza salpicada a su rostro.
Hay alivio cuando retira el arma, pero es momentáneo. Suelta el cuerpo y este cae de un soplo a sus pies. Los ojos del hombre no se alcanzan a cerrar y lo miran fijamente; dos órbitas petrificadas. Ya no oye el silbido, ahora oye la nada misma. El aliento de la noche le da un sentido incorrecto de calma mientras observa con detenimiento el cadáver. Las puñaladas ni siquiera son visibles, sólo piel desgajada y borbotones que humedecen el asqueroso pavimento.
Vuelve a mirar el cuchillo, pero ya no ve su reflejo.
El aroma se desliza por sus cavidades nasales, puede saborearlo en su garganta, bajo su lengua. Podría vomitar, siente el nudo en el estómago, ajustado entre sus propias vísceras. Empieza a respirar, necesita respirar. La ira se ha desvanecido, pero no se siente mejor, porque está allí, inamovible, incapaz de apartar la mirada.
No deja de mirar al muerto y la conciencia cae pesada cuando se da cuenta, cuando se percata de la sangre desbordada.
Hay una imagen rápida que lo asusta, un parpadeo inconsciente, un destello: La imagen de su hermano en el suelo, apuñalado y cubierto de la misma sangre, con los mismos ojos muertos, tan oscuros que se vuelven negros.
Su propio reflejo tambalea en la mirada muerta; nada más que una sombra con cuencas hundidas y manos sucias.
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