Yo no cedo por amores tibios.
No imploro por caricias a medio encender ni por miradas que no ardan o congelen.
No ruego —porque no creo— en la liturgia vacía de los que deambulan por la vida como autómatas, nómadas, ególatras, viscerales, y glaciales. Así los he visto; con los zapatos lustrados, bien trajeados y pelo engomado: ríen sin calor, tocan sin quedarse, besan sin abrir la carne.
Yo ardo —con rabia, con ternura— en la piel de anacreontes. Soy incendiario que bandonea en su epígrafe el corazón sangrante para incitar, avasallar, y permear los cuerpos de resabios. Me quemo con quien se le quiebre el aliento al apresarme entre sus dientes, medroso ante la ausencia de esa llama que estremece los adentros. A quien rechace, sin titubeos, la impasible indiferencia del mundo, tocándome como quien sostiene el fuego entre los dedos, sin temor de implosionar.
He de retener a quien se abre la jeta, animándose el estómago antropofágico al querer residir en la asquerosidad de la sensibilidad expuesta. Para descubrir, en la visceralidad de la permanencia, el sabor oculto de estos labios al pronunciar, cómplices y disruptores: vení a ser fogata, vení a ser rojo conmigo.

Por siempre, Cuervo.
Yo te amaba-detestaba, Cuervo. Porque llevábamos la misma mirada silvestre, y la sed de conjugar amor en otra boca.
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