Vivir en el deseo

Soy todo eso que muchos evitan sentir,

pero que yo elijo sentir igual.

Soy el que recuerda lo que no se dijo,

el que lee entre líneas,

porque sé que el silencio también habla —y a veces grita.

No trafico con promesas;

prefiero el acto sencillo,

el gesto que nace sin cálculo,

ese que revela más de lo que uno quisiera mostrar.

Supongo que estoy hecho para sentir demasiado,

para dejar que el deseo me atraviese en vez de esconderlo.

Porque sé que lo que se reprime, vuelve.

Y vuelve con fuerza.

En un mundo que corre, yo elijo quedarme.

A veces en voz baja,

pero siempre, con verdad.

Mi deseo no busca poseer.

Busca reconocer.

Reconocer en el otro eso que también me falta,

eso que despierta la parte de mí que no sabía que existía.

Ver en el otro algo que también es mío.

Deseo lo que me desacomoda,

lo que me hace temblar sin entender por qué.

Deseo mirar más de cerca,

tocar sin destruir,

entrar al alma del otro con el mismo cuidado

con que se abre una herida vieja.

Mi deseo no es solo piel:

es inconsciente, es recuerdo, es síntoma.

Es la huella de algo que alguna vez se perdió

y que sigo intentando encontrar.

Deseo escuchar una respiración en medio del silencio,

compartir un amanecer sin palabras,

ver cómo se acomoda el alma del otro cuando nadie la observa.

Porque cuando deseo, no lo hago a medias.

Deseo con lo que sé y con lo que ignoro,

con lo que recuerdo y con lo que intento olvidar.

Y aunque a veces no diga nada,

mi silencio también arde.

Porque incluso el silencio —diría Freud—

es una forma de deseo que no encontró palabras.