No quiero malgastar la furia,
ni encender velas en altares de espinas,
ni dejar mis pasos en tierra baldía,
donde mi sombra se agrieta y yo no soy nadie.
No quiero arrodillarme frente al ruido,
ni que mi sangre avive las venas de lo indiferente.
No quiero pactos con manos que tiemblan
de vacío, ni palabras que se deshacen
como humo antes de llegar al pecho.
No quiero los ojos clavados en un reloj
cuando amo, ni la lengua mordida
cuando la rabia me llama a nombrar el dolor.
No quiero ni un minuto más
donde mi camino se desgaste
bajo paso que no son míos.
No quiero la caricia que condiciona,
el juicio que hiere, la sonrisa torpe
que pide disculpas por mi existencia.
No quiero que me midan,
ni que me reduzcan para caber en cajas
que no elegí.
No quiero que me obliguen a vestir disfraces,
a ser la sombra del deseo ajeno,
a hablar en susurros para no molestar
al dios de la aceptación.
No quiero escupir palabras huecas
solo para llenar el aire.
No quiero espejos rotos
donde mis ojos se pierden
y mi reflejo ya no me reconoce.
No quiero que me dicten los sueños,
ni que me vendan espejismos
que mi alma no necesita.
Quiero abrazar la rabia y la calma,
el filo y la herida,
la furia y el temblor.
Quiero elegir, con cada grieta sangrante,
dónde enterrar mi estandarte,
dónde quemar mi vida:
en un lugar que me tome entera
o se consuma conmigo.

Cielo Hochberg
No sé por qué siempre que escribo termino hablando de ausencias, de muerte y de amor. Será que quizás son las únicas formas de vida que conozco.
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