soy el pez / el que por la boca muere /
pero también / el que nada contra la corriente
Osvaldo Vigna
Me morí cuando tenía dos años. La antesala de mi muerte es en la bañera de mi casa, yo sentada bajo una lluvia que caía sin cesar de una ducha eléctrica, de esas que un día se pueden chiflar porque sí y se mueren -hablando de la muerte-, pero antes de eso convulsionan, tiran unos chispazos y luego se apagan, mueren. Con toda esta descripción acabo de contar el punto central de este párrafo: mi muerte. Me doy cuenta en este instante que me morí de la misma manera que muere una ducha eléctrica. Convulsión y luego muerte. Así fue. En ese baño de esa casa que, a decir verdad, si ella pudiese hablar, podría contar unas cuantas cosas que vivió mi familia entre sus paredes. Pero menos mal que no, que no puede. Sí, bueno. Como decía: en ese baño de esa casa, bajo la ducha, convulsioné de un momento a otro. Debía tener treinta y nueve grados de fiebre, y más también. Los ojos para atrás, la lengua agarrada por alguien para que no me la trague (no entiendo cómo ténicamente podría pasar eso) y un movimiento violento que recorre todo el cuerpo, de pies a cabeza. Cuando me encontró mi madre, me envolvió en una toalla y salió disparando a pedirle a los vecinos que por favor alguien la llevara a la clínica. En el living de mi casa, mientras todo esto sucedía, había un cura amigo de mis padres brindando una función de títeres a mi hermana más grande.
Mi madre consiguió quien la lleve. Llegó a destino y entró a una sala de espera gritando que su hija (es decir, yo) se le moría. Rápidamente fui agarrada por los brazos de un médico que me ingresó a un área restringida. Una de las restringidas de verdad, de esas a la que ingresan a los que más jodidos están. Ahí caí yo. Mi madre no podía hacer más que llorar cuando el médico salió a decirle que no, que no lograba hacer que yo reaccione. La historia clínica luego rezaría lo siguiente: muerte clínica.
Cuarenta minutos después me desperté cantando. Lo que empezó a tirar chispazos en mi sistema no terminó en muerte segura, como sí puede pasarle a las duchas eléctricas. Me morí, sí. Pero clínicamente hablando. Esto significa que se me detuvo el corazón y dejé de respirar, pero como mi cerebro no sufrió lesiones, acá estoy. La cosa, al final de todo, era no perder la cabeza. Si eso se pierde no queda nada. Yo hoy, con la edad que tengo, pierdo la cabeza al menos tres veces por día. Y no me muero. Me creo inmortal a veces y otras pienso mucho en si quizás mañana va a ser mi último día. El útimo día de cualquier cosa siempre es sólo de dos maneras: el más esperado o el trago más amargo y asqueroso que se haya probado.
Me morí clínicamente, es decir, que podría decir que visité la sala de espera de la muerte pero me volví a este lado. A ese episodio le siguió una infancia comiendo mermelada de higos, unos cuantos raspones y heridas profundas ocasionadas por la fascinación de vivir corriendo, subiendo, bajando, trepando. Un asma fuera de control, la adolescencia minada de complejidades, un noviazgo, una separación, días de terror, noches maravillosas y confusas y de lo que me creí impune hasta que me pasó: la pérdida de mi documento de identidad. Esto último me pasó hace un tiempo. Lo encontró y me lo devolvió una señora que hasta hace menos de diez años había dedicado su vida a ser trabajadora sexual: Mary, que había pertenecido a la primera movida punk de Buenos Aires y se había mandado a hacer una tarjeta personal con su nombre que debajo de éste decía "trabajadora sexual", su oficio. Así lo escuché decir de su boca. También que con la vuelta de la democracia, en la mitad de un discurso de Alfonsín en Plaza de Mayo, interrumpió al entonces presidente y le exigió a los gritos los derechos laborales para las trabajadoras sexuales. Y que vivió en el puerto de Buenos Aires. Y en el norte y sur del país. Y en Uruguay también, varios años. De acá para allá.
Estábamos en un living diminuto de una casa muy venida abajo en La Boca, ahí nomás del puente Nicolás Avellaneda. Ese era el hogar de Mary, ahí vivía, entre manchas de humedad, escaso mobiliario, una pava de acero que parecía cansada de cumplir su función y no mucho más. Me dio esa dirección para que vaya a buscar mi documento. Me contactó por la red social Facebook. Mejor dicho, me habló desde el usuario de María Esther, una amiga suya. En el mensaje me decía que ella había encontrado mi DNI y que podía pasar a buscarlo por su casa. Y firmó con su nombre y apellido. Pensé en googlear lo mínimo e indispensable con los datos que tenía pero desistí. Estaba decidida a tomarme el 64 hacia La Boca y encontrarme con Mary. Esta decisión paracaidísta seguramente se debía a que hacía muchos meses no me pasaba nada movilizante. Quería sentir algo: cagarme encima de un susto porque finalmente Mary se trataba de una persona mala esperando a que yo caiga en su emboscada o encontrarme con alguien fascinante que obnubile mi realidad. Pasó lo segundo.
En cuanto llegué, Mary sólo me dijo cosas que me dejaron obsesionada con saber su vida entera. Ella buscaba mi documento pero no lo econtraba. No podía recordar dónde lo había guardado. En ese corto tiempo que duró nuestro encuentro porque finalmente pudo devolvérmelo, supe de ella lo que ya conté y otras cosas más que son demasiado para este texto camino a una debacle. Sí me acuerdo muy bien que aunque me costó seguir el hilo de su cuasi monólogo, me habló de su paso por clínicas psiquiátricas, internados donde fue pupila de muy chica y asilos deprimentes. Intenté imaginarme cada uno de esos lugares. En mi cabeza eran todos iguales: de paredes blancas, techos altos y una sala de espera con gente sobrepasada en la que de fondo siempre se oía un teléfono fijo sonando que nadie nunca llegaba a atender. Mary siguió hablando. Yo me acordé por un instante de la sala de espera en la que mi madre lloraba mi muerte clínica. Después volví a escuchar la voz de Mary otra vez, pensé en lo extraño que era que esa mujer me haya contado todo aquello con tanta soltura. Ella había muerto y vuelto a vivir tantas veces que perdió registro de eso y de todo. Era inmortal de verdad.
Lo último que voy a decir sobre Mary, al menos por hoy, es que no puedo olvidarme de ella. Que volví a La Boca más de una vez a buscarla pero no la encontré nunca más. Que pregunté a sus vecinos si sabían algo. Nadie nada. Que María Esther, su amiga que tenía Facebook, no me contestó nunca los mensajes. Que en la comisaría más cercana a su casa me sugirieron que deje de buscarla porque Mary tenía más antecedentes penales de los que yo podría imaginarme. Para qué me lo dijeron, pensé. Tuve más ganas de volver a verla. Seguí preguntando por ella en el barrio hasta que oscureció. Vi en la penumbra al puente Nicolás Avellaneda como un monstruo espeluznante de acero y cemento. Lo observé tantas veces que sentí que pude haberlo ojeado. Recuerdo también que durante varias cuadras aparecieron perros que me ladraron enajenados. Algunos eran de la calle y otros salieron de sus casas para mostrarme los dientes, hacer que sus dueños salgan y me penetren con sus miradas lo suficiente como para que yo acelere mi caminata. Igual, nunca les tuve miedo. Entre la cantidad de cosas que me contó Mary en tiempo récord la única vez que la vi, me dijo que los vecinos de La Boca desconfiaban de las caras nuevas que veían por temor a que se trate de gente mandada por el gobierno de turno para reclutar información sobre el barrio y concretar un plan macabro y digno de este sistema alevosamente capitalista: derribar conventillos y casitas viejas y construir torres al estilo Puerto Madero. Después de contarme sobre la situación del barrio, Mary me dijo que lo que no podía comprender ningún gobierno, era que destruir la esencia de La Boca era como querer conservar agua entre las manos: objetivamente imposible.
Ahora pienso en eso que me dijo y pienso en ella. En su historia, que me la creo entera porque la miré a los ojos y aunque eso no parezca suficiente prueba de veracidad, puedo asegurar que lo es. Pienso en su cuerpo indestructible. En su manera de vivir. En que quisiera haber sido su amiga y seguirla en sus andanzas codo a codo. En que debe estar en algún rincón de esta ciudad y que voy a volver a encontrarla.
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