Uno
Tenía cuatro años. Mi primer recuerdo de vida fue ella. Corría por la sala de su casa mientras el aire olía a hierba luisa, anís, muña y manzanilla. También olía a pan recién hecho. Y eso solo podía significar una cosa: era hora del lonche.
Mi madre y mis tíos siempre me hablaban de Mamágrande —mi abuela— con cierto respeto que lindaba en el miedo. Decían que había sido muy estricta con ellos cuando eran niños. Pero yo nunca sentí eso. A mí me miraba con una paz que se me hacía eterna, con una dulzura que siento hasta hoy cuando la recuerdo.
Durante el lonche, yo le contaba historias inventadas, cuentos extraños que mi mente de cuatro años fabricaba solo para tener algo de qué hablar con ella. Y aunque ella sabía que nada de lo que decía era cierto, me sonreía y me seguía el juego como si cada palabra mía fuera real. Como si yo fuera un pequeño narrador de historias del que se sentía orgullosa.
Dos
Tenía seis años cuando dejé de vivir con ella. Mis padres se separaron y me mudé a otro distrito con la familia de mi padre. Mamágrande venía a visitarnos cada cierto tiempo, cargando bolsas enormes de frutas y dulces para mi hermano menor y para mí.
Salíamos a pasear. Y aunque mi mundo se había vuelto caótico, con idas y venidas entre mis padres, bastaba con que ella me mirara, con esa misma mirada suave y envolvente de siempre, para que yo volviera —aunque fuera solo por un instante— a esa mesa donde tomábamos lonche. Esa mesa donde todo era más simple, más tibio, más mío.
Ahí donde todo sonaba como una canción de cuna.
Tres
Con los años, la veía menos. Quizás no fueron tantas visitas como me hubiera gustado. Pero cada vez que volvía a su casa, sentía que regresaba al lugar donde había nacido. Donde empezaron mis primeros recuerdos, mis primeras travesuras, mis primeros sueños, incluso mis primeros castigos, esos de quedarme mirando la pared por portarme mal.
El barrio cambiaba con el tiempo. Aparecían edificios nuevos, negocios distintos. Pero cruzar el umbral de la casa de Mamágrande era como volver al mismo lugar donde tenía cuatro años. Todo seguía igual, incluso el olor.
Cuatro
Tenía diecinueve cuando fui a visitarla por última vez. Subí las escaleras, entré a la sala, caminé hacia la cocina. Ella no sabía que la había ido a ver. Estaba de espaldas, moviendo sus infusiones de hierba luisa y muña en una olla con agua caliente.
La abracé de espaldas por sorpresa. Pero supo al instante que era yo.
—¿Kaito, eres tú? —me dijo con esa voz suya, tan suya.
—Soy yo, Mamágrande. No te muevas, por favor —le respondí.
—¿Qué pasó? ¿Por qué tan cariñoso, Kai?
—Quiero recordar para siempre cómo hueles, Mamágrande.
Y lo hice. Todavía puedo.
Cinco
Tenía veinte cuando comenzó la pandemia. Era su cumpleaños. No pude ir a verla. No quería contagiar a nadie de mi familia paterna. Le hice una videollamada desde el celular de mi mamá. Cuando apareció en pantalla, se sorprendió al verme.
—¡Kaito! Córtate ese cabello, pareces mujer —me dijo, riéndose con esa ternura tan suya.
—¡Lo haré, Mamágrande! Te amo mucho, ¿sí? Cuídate, ya nos veremos pronto. Esto acabará pronto.
Lo dije creyéndolo. O necesitando creerlo.
Seis
Tenía veintiuno cuando recibí la llamada. Era una mañana nublada.
Mi madre lloraba al otro lado del teléfono, tratando de decirme, con voz de niña pequeña, que Mamágrande había fallecido.
Me quedé en silencio. Sentí algo raro. Le conté a mi papá, y él se puso mal. Pero yo... no lloraba.
¿Tan frío podía ser para no llorar la muerte de mi abuela?
Esa misma noche, al acostarme para dormir, cerré los ojos y empezaron a caerme las lágrimas. Como si todas las que no había derramado en la vida hubieran estado guardadas para ese instante.
Ahora, mientras escribo esto, no he dejado de llorar desde la primera línea.
Donde sea que estés…
Te extraño, Mamágrande.
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