Si tuviera que inventar un trago y ponerle nombre, consideraría algún juego de palabras que haga honor a mi cóctel suicida de todas las noches: insomnio, humo y escabio. Insomnio y angustia sin pausa. La angustia es siempre más asfixiante que el humo; el escabio, por su parte, lo único dulce en mi haber. Sin hielo, porque es a lo que estoy habituada. Habituada a mal-vivir. Habituada a jugar al autoconvencimiento, día tras día desde hace milenios, diciéndome siempre que ya pasará. Habituada a encontrarme periódicamente sola, a que me acompañen estas paredes desteñidas que deben despreciarme más que yo a ellas, estoy segura. Habituada, principalmente, a esperar. Esperar algún cambio, interno o externo, no importa mucho; aguardar pacientemente por la mágica metamorfosis o el colapso nervioso brutal y fatídico o la locura total y absoluta; esperar, esperar, esperar algún evento trágico, más tortuoso e insoportable que todos los previamente vividos, que me anime a concluir (por fin) mi historia; aguardar, en las escasas y brevísimas ocasiones en las que me permito ser ingenua, por el día en que sea capaz de conmover sinceramente un corazón, poder ver y ser vista en simultáneo, obtener una sola caricia que logre ablandarme, un bálsamo que trate de calmar el sufrimiento al que estoy encadenada, que (por favor) sea lo suficientemente cálido para persuadirme de que no es en vano seguir intentando. Seguir esperando. Desde hace años espero, deseo, sueño, conservo estúpidamente la ilusión por el porvenir. La espera eterna debe ser, de todos mis vicios, el peor y el más dañino. Y mientras espero, sentada frente a las manchas de humedad de unas paredes más grises que mi enrevesado espíritu, respirando forzosamente en este ambiente viciado, tomo hasta el hartazgo. Tomo cuanto pueda, hasta atragantarme, hasta que mi ahogo físico sea próximo al emocional, hasta el punto límite en que estalle o me desmaye. Espero. Ahora mismo estoy esperando y seguiré mañana y pasado. Quizá, siendo optimista, hasta el próximo martes. Puedo garantizar que esperaré y no cederé, al menos hasta cansarme de este mal hábito de mantenerme esperanzada.
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