Qué mala suerte tengo,
que tu destino y el mío
se encontraron un martes trece.
Maldito sea el día en que me fijé en vos:
sin darme cuenta, un hilo invisible nos ató.
Ese hilo tan tenso me cortaba la circulación,
al igual que tu presencia, tan cerca,
cortándome la respiración.
Mala mía por quererte,
por ser tan obvia,
por no ordenarle a mi boca
que aprendiera a mentir mejor;
por no retar a mis ojos
a ocultar su brillo delator.
Mala mía por confiarte mis tormentos,
por hacerte dueño de mis sueños,
de mis expectativas de algo mejor.
Nunca me atreví a confesar
que el protagonista de mis escenarios ficticios
eras vos.
Mala mía por dejar caer mis vendas,
por enseñarte mi piel, frágil y expuesta;
por dejarte curar mis lastimaduras,
que no habían cicatrizado, que todavía dolían.
Mala mía por creer en tus palabras.
Pensé que tenías la aguja que cosía mis heridas,
pero no eras más que el bisturí que las abría,
infectadas de falsas promesas e ilusión.
Mala tuya por proclamarte embajador de la verdad.
Yo ya no te creía:
te delató tu extenso historial de mentiras.
Prometiste construir los cimientos de lo nuestro
y, al menor temblor, todo se derrumbó.
Te ofreciste a cultivar la confianza,
pero marchitaste todo lo que tocabas,
incluido el jardín de amor que sembré para vos.
Me pediste que fluyera,
pero no estoy hecha de agua,
sino de amor.
Yo quería bases sólidas,
y me encontré un río de lágrimas y desilusión.
Ahora sé que mi error no fue quererte,
ni pretender que me eligieras,
sino esperar que fueras el final feliz:
ese príncipe que yo me merecía
en un cuento de hadas
que me inventé yo misma.
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