El viento me dejaba a oscuras entre los árboles, una y otra vez. Me sentí inútil intentando encender las velas, viendo como desaparecía la llama en un instante. Fui bajando por la colina con cuidado, evitando tropezar con los pozos. Estuve un largo tiempo de aquí para allá, sin saber si me había acercado o alejado de mi reconfortante hogar.
Solo oía mis pisadas estrujando las hojas, las mismas que el viento se llevaba, con tanta fuerza que me obligaba a cubrirme con mis delgados brazos para que no me arrastrara también. Cada vez que la tormenta rugía, cerraba los ojos e imaginaba que nada era real. Fue una de esas ocasiones cuando al abrir los ojos había una luz danzando de un lado a otro.
—¿Quién eres? —pregunté, aunque pareció como si no me escuchara.
La seguí por detrás, fijando mis ojos en su brillo. De a poco fueron apareciendo más luces, tan diminutas como la llama de la vela, pero sin su aroma y sin esfumarse con el viento. Llegó un momento en el que no sabía a cuales seguir, todas volaban libremente de un lado a otro y no tenía idea hacía dónde me llevaban.
—Hooooola, ¿Saben dónde está el camino a mi hogar?
Pero nada, seguían su rumbo.
—¿Su casa queda por aquí?
Perdí mi esperanza en ellas y tomé la dirección contraría. Todo el campo de luces se marchó, dejándome nuevamente en el oscuro bosque. Pensé en que tomé una mala decisión, quizás sí querían ayudarme, o al menos acompañado de ellas no estaría solo, eso sería como estar en un hogar. Entonces en ese momento, a unos metros, se escuchó el chirrido de las hojas.
—Por fin te encuentro, volvamos a casa.
Al oír sus palabras, el bosque se iluminó más que nunca, al mismo tiempo que mi corazón. Suspiré, hay verdadera luz cuando alguien te habla.
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