Dos hombres esperan al costado del camino, un auto estacionado a su izquierda, con las luces de vibrante amarillo. Los mismos hombres, vestidos de pantalón gris y chaleco azul, observando mi auto cuando paso a través de ellos. No desaparecen, están cada veinte kilómetros, serios, inmóviles, esperando algo. El camino se ensancha, ya no pasan más vehículos, estoy sola, recorriendo de una curva a otra, y los hombres no se mueven, Según el reloj, solo han pasado cinco minutos, pero llevo horas en mi cabeza, horas que se acumulan en cada poro, bajan hasta mis pies e intentan acalambrarlos. Aprieto el acelerador para no verlos, pero los percibo al pasar, como un aroma. Me detengo, los hombres no están, pero sus luces están encendidas, uno se baja lentamente del asiento trasero, me voy con una imagen espantosa. Suena una alarma, desconozco por cual oído me afecta, el sonido me sale por boca, ya no puedo gritar. Los hombres y el automóvil ya no encienden esa parte de la carretera y al pasar a cuarenta me percató de que mi única salida sería atravesar ese corazón más grande que mi automóvil, siendo su peso, trata de entrar palpitando en las ventanillas, y aunque las millas se acortan no ceso. No ceso de apretar el acelerador.
Imagen de Pexels. Propiedad de Isaque Pereira

Verónica Abir
Solo lo intento cada día, como respirar. Ves tus ruinas como son, libres de la ilusión, las expectativas (...) de modo que por fin puedes empezar a contar las tuyas. BELMAR, Issac
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