Esta vez no hay colectivo, no hay una multitud de miradas ajenas, ni suelas baratas que me cantan historias como si fueran ecos perdidos.
Esta vez no hay colectivo, ni sube, ni domingos.
Esta vez solo estoy yo, viajando en uber y recordando todo lo que alguna vez escribí del 13 hospital.
Pasan los daños, y de alguna forma que no me sale explicar, sigo siendo la misma. Pero eso no impide que me sienta muy diferente, y es que hace mucho que no ejerzo esa actitud contemplativa que antes me surgía con facilidad. Ya no sé cómo jugar a mirar los zapatos de la gente, intentando encontrar historias que tal vez ni siquiera existan de verdad.
Así que, por esta vez, elijo mirar los míos.
Mis calzados son simples, y me representan a la perfección. Zapatillas grises y cómodas, para nada llamativas. Ellas saben que no quiero destacar, que no quiero que alguien me observe demasiado. Porque si me observan demasiado, me preguntan. Y si me preguntan, tengo que responder, y a veces tampoco me sé la respuesta.
Yo también quiero saber qué hago, quién soy, en qué me convierto cada vez que miro la pantalla y del otro lado me espera una realidad que me atrapa y me consume.
Miro al conductor, y él sonríe.
Se me ocurre preguntarle qué piensa de la vida, pero no, no me atrevo. La gente siempre tiene algo que decir sobre cómo hay que vivir, sobre lo que es correcto, lo que debería ser, lo que no… Pero al final, todos estamos en la misma.
Descubrí que puedo vagar perdida y nadie me dará un mapa, ni siquiera yo. Parece ser que solo tengo que confiar en lo que soy capaz de hacer y aguantar, aunque a veces siento como si estuviera caminando al borde de un precipicio, esperando que algo o alguien me empuje, o peor, esperando a caer sola.
Pero también sé que no todo es tan trágico, y que el borde no siempre es lo que define el camino. “La vida es una cuerda y no soy buen equilibrista” dice Wos en una canción y me condena a seguir caminando.
El auto frena bruscamente. El semáforo está en rojo. Miro por la ventana y veo a una mujer caminar de la mano con su nene. Me pregunto qué tipo de historia llevan esos zapatos que pisan el pavimento con tanta calma y delicadeza, haciéndome recordar la importancia de cada paso; incluyendo la emoción de los primeros, sin olvidar el esfuerzo de los últimos.
El semáforo cambia a verde y mis pensamientos se quedan ahí atrás, los veo hacerse pequeños por el espejo retrovisor.
Vuelvo a mirar mis zapatos, pero ellos son como yo: ya no tienen nada que contar.
En la Uruguay los autos pasan como si fueran sombras, todos anónimos, rápidos, iguales. Si tuvieran historias que contar se las llevarían consigo, prófugos indescifrables.
Entonces llego a destino. El chofer hace un chiste sobre el tiempo y yo solo me río.
Al bajar escucho mis pasos contra la vereda, y por un momento deseo estar descalza, sentir la tierra bajo mis pies, tener una mejor historia que contar, algo mejor que ofrecer, ser otra, cualquiera que no sea yo en ese momento.
Pero no.
Coloco las llaves en la cerradura y no estoy descalza, y no hay tierra que toquen mis pies, ni tengo mejor historia que contar, ni soy otra.
Y aunque nadie me de un mapa mientras camino por el borde de un precipicio, me doy cuenta que tal vez lo único que necesito es poner un pie frente al otro, elucubrar mi propio camino, y seguir buscando historias que me lleven a destino.
Ailin.
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