“Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y voces.”
Pedro Páramo - Juan Rulfo
El silencio poblaba la escena. Era de noche y no había un alma en la calle. No se trataba de una quietud mundana, de esas en la que un auto en la lejanía se hace escuchar, o los pájaros nocturnos complementan el ruido de fondo. No, realmente no había ningún sonido. Martín se extrañó. Era la primera vez en su vida que no escuchaba nada. Pero, ¿se puede oír el silencio? La respuesta es sí, y puede ser ensordecedor.
Caminó hasta el canasto de basura y colocó la bolsa negra encima. Cada paso que daba era específicamente remarcado. Le recordaba a esas películas viejas en que las pisadas de los personajes sonaban artificiales, como si estuvieran fuera de la diégesis del relato.
Miró a una esquina y luego a la otra. Nada. Ni personas, vehículos o animales. Muy dentro suyo nació una sensación de inquietud. Oscilaba entre el pánico y la paranoia. Una especie de sexto sentido le gritaba que tenía que irse de ahí cuanto antes. Casi que trotó hacia la puerta y entró al pasillo de la casa.
Le contó a Carla, su novia, el extraño momento que había tenido. Ella se rio y le restó importancia. Expresó que era normal,
—Es domingo. ¿Quién va a estar dando vueltas a esta hora?
La respuesta no lo tranquilizó, ni siquiera creía que habría una forma de calmar el gusto amargo de la experiencia anterior. Quería seguir explicándole a Carla su inquietud, pero para Martín el silencio que había presenciado también se aplicaba a sus problemas. Kipi entró dando pasos elegantes por la sala. El felino franeleó la pierna de su esclavo humano y este lo acarició. Quizás sí había una forma de despejar la mente.
El amor de su gato no fue suficiente a la hora de irse a dormir. Soñó, o más bien vivenció cosas horribles. Al otro día no las recordaba muy bien; tan solo fragmentos.
Había rostros alargados, con bocas y ojos negros. Gritaban y desgarraban sus gargantas, para luego acercarse lentamente en busca de ayuda. Despertó transpirado y con el cuerpo hirviendo.
La pesadilla había terminado, ahora le quedaba seguir con su vida.
Mientras caminaba a su trabajo prestó atención a los sonidos que lo rodeaban. Los frenos de los micros, taladros de obras en construcción, bocinas, vendedores ambulantes y muchos más. Todo estaba ahí, como si nunca se hubieran ido. Pero Martín sabía que la noche anterior no habían dicho presente. Tomándose la jornada libre para faltar al mundo real.
Desconfiaba de todos. Y de a poco se aproximaba la noche. Una vez más iba a enfrentarse a la solitud de su existencia.
Carla le pidió que fuera a comprar cigarrillos al quiosco que quedaba a una cuadra. Martín, reticente, le dijo que estaba cansado. Ella le insistió, diciéndole que el estrés la estaba devorando y necesitaba fumar. Martín lo pensó unos segundos y decidió ir. No era por el pedido de su novia, sino porque se estaba exigiendo volver a tratar con el silencio, para convencerse que sólo había sido una mera casualidad, que el mundo seguía existiendo al caer el sol.
Agarró las llaves y salió.
Caminaba mientras intentaba escuchar el ambiente sonoro: sus pasos y alguna que otra hoja que pisaba. Nada más. Aceleró su caminar y llegó hasta el quiosco. Quien atendía era un hombre de cuarenta años, alto y flaco, llamado Jonathan, pero no estaba ahí. El lugar se encontraba vacío. Martín entró y lo llamó por su nombre. Ninguna respuesta. Se asomó desde el mostrador y miró hacia el cuartito donde el quiosquero descansaba en las largas noches de trabajo. Encontró ausencia. Vio la radio encendida. No había ninguna transmisión, ni siquiera estática. Subió y bajó el volumen, pero no hubo caso. Nada en el aire parecía existir. Decidió hacer algo un tanto arriesgado. Cruzó el mostrador y agarró un paquete de cigarrillos. Luego, dejó el dinero encima del vidrio y se marchó.
Corrió hasta su casa. Mientras se aproximaba, agudizaba el oído. Nada ni nadie se presentó en la oscuridad de la noche; al parecer estaba solo en el mundo exterior.
Al otro día tenía vergüenza de volver al quiosco. No sabía cómo explicarle a Jonathan lo sucedido. Prefería callar sus temores. Aunque sabía que quien estuvo en falta fue el quiosquero, y que inclusive él tuvo la decencia de dejar la plata. Pero quería olvidarse de esa noche y todo lo que ella callaba.
En el trabajo pudo despejarse. Se sintió espléndido e inclusive largó alguna que otra risa. Sin embargo, en la vuelta a casa el miedo regresó.
El cambió fue gradual. El micro se había atrasado y la noche cayó rápidamente. De un momento a otro las cuadras estaban vacías. El plano sonoro, nuevamente, se había evaporado. Cuando iba a colocar la llave lo vio. Un hombre parado en la esquina, mirando hacia el cielo, con los brazos hacia abajo y las manos abiertas. Sabía que debía entrar y no ir hacia él. Pero la curiosidad mató al gato. Se aproximó al sujeto y le pregunto si se encontraba bien. Este ni se inmutó. Martín lo rodeó y vio su rostro. Piel pálida, boca abierta y negra, ojos completamente oscuros. Recordó su pesadilla. Aquellas caras iguales a las que estaba viendo. De pronto, un débil sonido comenzó a escucharse, proveniente de la boca del extraño hombre. Era como un suplicio, grave y horrible. Se hizo más fuerte, parecía una sirena. El aviso de una catástrofe inminente. Martín corrió hacía la puerta de la casa. Entró y cerró con llave.
Al ingresar se dio cuenta que la ausencia de sonido lo había seguido. El silencio había invadido su hogar. No había rastro de Carla y el gato.
Preocupado, Martín recorrió toda la casa buscando a ambos. No había nadie. En ningún rincón, ni debajo de la cama. Solo le quedaba una cosa por hacer. Buscarlos afuera.
Con la ansiedad y el miedo invadiendo su cuerpo, volvió a la calle.
El hombre ya no estaba en la esquina, ni en ninguna parte de la cuadra. Decidió ir al centro de la ciudad. No tuvo ninguna otra idea brillante. Sus cartuchos se estaban agotando.
Llegó. Había muchas personas. Petrificadas y con las mismas posturas y rostros que había visto minutos atrás. Negrura. Comenzó a llamar a Carla, pero ella no estaba ahí. Los gritos sirena se hicieron oír. Ahora había un nuevo factor en el panorama. Esas personas empezaron a moverse. Contorsionaban sus cuerpos de forma antinatural. Como si sus extremidades se estuvieran quebrando. Todos miraron en dirección a Martín y empezaron a correr. Él huyó con el corazón en la boca. Logró esconderse en uno de los edificios abandonados de la zona. Bloqueó la puerta con un mueble viejo y arruinado. Pensó que estaba a salvo, pero oyó algo. Susurros.
Los silenciosos hablaban a través de las paredes. Lo incitaban a abrir la puerta y que los dejaran entrar. Martín se tapó los oídos, sufriendo cada palabra. Hasta que escuchó una voz familiar. Suave y gentil. La conocía muy bien. Le pedía que la dejara entrar, que todo iba a estar bien. Aun dudando, quitó el mueble y salió.
La oscuridad de la noche y el silencio lo devoraron al instante.
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