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Los sánguches de mi vida

Sep 2, 2025

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Los sánguches de mi vida
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No me acuerdo del primer sánguche que comí en mi vida.

Lo que sí recuerdo es la sanguchera blanca. Una sanguchera blanca que prendía una lucecita mientras calentaba los sánguches, y la apagaba cuando ya estaban bien tostados.

Mamá ponía dos panes, dos quesos y un jamón. Después lo hacía de nuevo y metía esos dos sánguches en la sanguchera blanca. La cerraba y la enchufaba. La lucecita se prendía. Desde las entrañas de la sanguchera blanca se escuchaba un crepitar que te hacía agua la boca. Al final la luz se apagaba con un casi imperceptible plic, un sonido que parecía el alivio de un trabajo arduo de tostar sanguchitos.

Mamá decía:

—Ya están los sanguchitos.

Los servía en un plato amarillo y los llevaba a la mesa de plástico plegable. Mi hermano y yo nos sentábamos frente a la televisión y veíamos la película del canal de Disney. A las ocho de la noche pasaban una presentación que era como si estuviéramos entrando en el castillo de Disney y entonces pasaban Juego de Gemelas, Viernes de locos, Herbie a toda marcha, o cualquiera de esas películas con Lindsay Lohan.

Mi hermano comía muy rápido, no porque estuviera hambriento sino por dos motivos: el que comía más rápido comía más y el que terminaba de comer primero podía ir a sentarse al sillón. El sillón tenía espacio para los dos, pero si te sentabas primero tenías la oportunidad de elegir en qué parte del sillón sentarte. Y no es que me gustara un lugar del sillón más que otro, nada de eso nunca me importó. Lo que me molestaba era que mi hermano quería madrugarme la posibilidad de que yo tuviera alguna preferencia de lugar en el sillón.

La sensación podría traducirse del siguiente modo: “no me molesta que te sientes en el sillón, lo que me molesta es que si yo te lo hiciera a vos te molestaría”. Dicho de otro modo: “no corresponde hacerle una maldad a un hermano”. Dicho de otro modo: “lo que me molesta es la mala intención”. Dicho todavía de otro modo: “no le hagas a los demás lo que no te gustaría que te hagan a vos”.

Es difícil de explicar. Mi hermano hacía algo que no me molestaba directamente. Lo molesto era la actitud de querer ventajearme algo.

En mi familia se utilizaban mucho estas palabras: “ventajero”, “mala actitud”. Palabras contrarias a los valores familiares. Había que alejarse de todo aquello que representara una manera de ser en la vida que no fuera lo mejor para la FAMILIA.

Yo soy un hermano mayor. Soy EL hermano mayor que te imaginás. Todo lo que yo hacía (todo lo que yo hago) era, de algún modo u otro, un modelo, una encarnación perfecta de cómo deben hacerse las cosas.

Algo tan hermoso como comer sanguchitos de jamón y queso calentitos de la sanguchera blanca con la lucecita que se apaga cuando ya están listos se fue transformando en un escenario donde dar el ejemplo, donde tratar de que no me ventajearan pero sin perder la compostura. Pero era muy difícil no perder la compostura cuando me comían los sanguchitos calientes de la sanguchera blanca.

Así que un día mamá puso el plato amarillo con los sanguchitos en la mesa y dijo:

—Hay tres para cada uno.

En ese momento le di poca importancia. Arranqué a comer como cualquier otro día mientras veía como Lindsay Lohan en el cuerpo de su madre compraba ropa y ponía tarjetas de crédito en los mostradores, hasta que en un momento escuché la pregunta. Era la pregunta que escucharía en cada una de las próximas comidas de mi vida:

—Che, ¿cuántos comiste?

—¿Qué?

—Cuántos sanguchitos comiste.

Mi hermano señaló el plato amarillo. Quedaba uno.

Miré el sánguche mordisqueado en mi mano.

—No sé —dije—. Dos o tres.

—¿Dos…? ¿o tres?

Algo nació en mí ese día. Porque al mirar ese sánguche en el plato amarillo me di cuenta de que no quería saber que el que tenía en la mano era el último sánguche de la noche. No quería saberlo. Quería comer y disfrutar mientras veía la televisión.

Quizás no debería haberle prestado atención al asunto, seguir comiendo y nunca preocuparme por el incumplimiento de la regla de los tres sanguchitos por persona, pero no. Yo era el hermano mayor y debía convertirme en el perfecto controlador de los sanguchitos. Así fue cómo perdí el disfrute por los sanguchitos.

***

Otros sanguchitos en mi vida:

• Los sanguchitos de miga de las fiestas (de jamón y queso, de aceituna, de huevo, de tomate y esos que tienen algo que no se sabe qué es y se mastica con desconfianza).

• El sánguche con pan baguette que le pedía a la kiosquera en secundaria. Todos los lunes tenía que acercarme a ella y pedirle que me los tostara. Hasta que un día le dije:

—Estela, hagamos un trato: todos los lunes a partir de ahora y hasta el último del año quiero un sánguche tostado en ese pan largo a las trece quince horas.

Ella escribió en un papelito y lo pegó en la heladera del kiosco. Decía:

MIGUEL TOSTADO

LUNES 13:15 HS

—Es un trato —dijo.

• Los sanguchitos que me hacía mamá cuando me quedaba a estudiar en la facultad. Los ponía en una bandeja blanca de telgopor, cubiertos de servilletas y envueltos en papel film. Los comía con vergüenza en la sala silenciosa de la biblioteca y las migas caían en los apuntes.

• Los sánguches con muchísimo queso y jamón crudo que comía con mi amiga Nuria los días que nos juntábamos a conversar de escritura y ver películas que te destruían el alma como La celebración y Submarino.

• Los sánguches de queso que come Angeles cuando llega del trabajo y anuncia que está muerta de hambre. Come fetas de queso mientras hace sánguches de queso con mayonesa.

—Te hago uno —dice.

—Por favor —digo yo—. No le pongas mayonesa a mi sánguche.

***

Cuando me fui a vivir solo traje conmigo la sanguchera blanca. No la robé ni nada de eso. Mamá la sacó de la alacena y me dijo:

—Llevate esto.

La sanguchera de mi infancia. La sanguchera blanca que tuesta sánguches y apaga la lucecita cuando ya están. Estuvo conmigo desde el principio. Ahora abro la tapa y veo su interior lleno de rayones. Las personas sacaron los sánguches haciendo palanca con el cuchillo, ansiosos por hincar el diente. Si pudiera hablarte, sanguchera, te pediría perdón por esos rayones: “perdón, era chico y estaba hambriento”. Mentira, nunca pasé hambre. Lo que quiero decir es... gracias. Gracias de verdad, sanguchera, me enseñaste algo importantísimo: un sánguche es de jamón y queso, todo lo demás son versiones adaptadas.

Pasamos juntos cosas buenas y cosas no tan buenas (como el hecho de que me transformara en un hermano mayor vigilante y aleccionador). No me arrepiento de ninguna. De verdad, sé que alguna vez me voy a separar de la sanguchera, que va a venir alguna otra sanguchera cheta y va a cumplir la misma función, pero jamás voy a sentir lo que siento por la sanguchera blanca.

Quiero decir una última cosa: un sánguche de verdad es un sánguche de la sanguchera blanca. Un sánguche frío está muy bien, se hace con ansiedad cuando se llega del trabajo y es todavía mejor si te lo preparan pero, igual, a veces desearía que esperáramos un cachito más. Que nos tomáramos un tiempo para hacer dos lindos sánguches y meterlos en la sanguchera blanca.

Después nos sentamos a charlar y esperar. El queso se empieza a derretir por dentro de la sanguchera blanca. Es extasiante.

—Creo que ya están, hay olor a quemado —dice quien no la conoce.

—No —digo yo—. Todavía no se apagó la lucecita.

***

Miguel Bruno

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