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Los Retazos de Rosa - La Manta de los Recuerdos

Jimena

Oct 28, 2024

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Los Retazos de Rosa - La Manta de los Recuerdos
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Había una vez una anciana llamada Rosa que vivía en un pequeño pueblo al pie de la montaña. En su casa, que siempre olía a pan recién horneado y a lavanda, había una vieja silla junto a la ventana donde pasaba la mayoría de sus días. Rosa era conocida en el pueblo como “la tejedora de retazos”. Cualquiera que la visitaba encontraba una manta en la que trabajaba desde hacía años. La manta no era perfecta: estaba hecha de cientos de pequeños pedazos de tela, cada uno de distinto color, textura y tamaño. Algunos eran suaves, otros ásperos, algunos brillantes, otros apagados, pero todos formaban parte de la misma colcha.


Una tarde, su nieta Clara fue a visitarla. Tenía el rostro lleno de preguntas, una mezcla entre juventud y confusión, como si el mundo fuera un puzzle que no lograba encajar del todo. Clara se sentó al lado de Rosa, observando cómo sus manos arrugadas tejían con paciencia otro retazo en la manta.


—Abuela —dijo Clara, rompiendo el silencio—, ¿por qué seguís trabajando en esa manta? Ya tenés muchas. Y esta parece que nunca se va a terminar.


Rosa sonrió sin apartar la vista de su trabajo.


—Cada retazo que pongo acá, querida, es un pedazo de mi vida. No son simples trozos de tela, sino recuerdos, momentos, y también pedazos de otros.


Clara frunció el ceño.


—No lo entiendo.


Rosa dejó la aguja en su regazo y señaló una pequeña pieza de manta, una seda verde oscura que resaltaba entre los demás retazos.


—Este —dijo suavemente— es de la pollera que usé el día que conocí a tu abuelo. Estaba  lloviendo, y cuando tropecé en el barro, él me ayudó a levantarme. Es solo un pequeño   pedazo, pero lleva dentro de él el instante en que nuestras vidas se cruzaron.


Luego señaló otra pieza, un retazo de algodón gastado, casi descolorido.


—Este es el de la camisa de tu madre cuando era chiquita. Se lo corté cuando ya estaba tan vieja que no servía para nada, pero no podía dejarla ir del todo. Sigue acá con nosotros, aunque de otra manera.


Clara miró la manta con otros ojos. Se dio cuenta de que cada pedazo no estaba allí por casualidad. Todos tenían una historia, un momento, un sentimiento atrapado en sus fibras.


—¿Y por qué no haces una manta nueva? —preguntó Clara—. Algo más lindo, más firme.


Rosa rió suavemente.


—Porque la vida no es firme, querida. Está hecha de retazos. No siempre podemos elegir los momentos que se quedan con nosotros, pero todos, de una manera u otra, son parte de quienes somos. A veces son trozos que no encajan del todo, o colores que desentonan. Pero incluso esos momentos, los que preferimos olvidar, terminan formando la trama de nuestra historia.


Clara se quedó en silencio, acariciando la manta con la yema de los dedos. De repente, los trozos de tela parecían cobrar vida. Comprendió que la manta no era solo un objeto, sino un reflejo del alma de su abuela. Cada retazo era un fragmento de vida: lo bueno, lo malo, lo trivial, lo trascendental. 

Todo estaba allí, cosido con paciencia y amor, formando algo que, aunque imperfecto, era único y hermoso.


—Algún día —dijo Rosa— esta manta va a ser tuya. Y quizás le agregues tus propios retazos. Porque así es como continuamos, querida. Vivimos en pedazos, en fragmentos. Y al final esos retazos, por separados que parezcan, cuentan nuestra historia completa. 


Clara miró a su abuela con nuevos ojos, como si, en la tela vieja y desgastada, hubiera encontrado una respuesta que ni siquiera sabía que estaba buscando.


Jimena

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