Los retazos de la memoria

Hoy te escribo desde la latencia de un exilio que no tiene frontera ni enemigo, sólo el presagio sordo de que no volveré.

El umbral que solía cruzar con devoción ahora es sólo un resquicio en mi memoria, un intersticio donde aún tiembla aquel ósculo furtivo que me diste en forma de infancia.

Todo parece un eclipse, un crepúsculo sin aurora, una alquimia de letargo y jadeo que me impide distinguir si lo que recuerdo fue real o quimera.

Ya no hay tregua en la somnolencia, sólo una maraña de voces, un murmullo bravío que alguna vez fue fragor de sobremesas entre amigos que ahora yacen dispersos como esquirlas.

A veces intento auscultar el pasado, cauterizar el vacío con alguna carta olvidada, pero apenas encuentro resabios de solaz, una sutura floja, una lucidez efímera que se desvanece tras el trasluz como el neblí sobre la plaza del domingo.

No sé si me fui por inercia o por agonía. Tal vez fue el ocaso quien me llamó, el cenit de un tiempo en que la ternura era aún posible en la umbría.

Anhelo la náusea dulce del pan caliente, la devoción silenciosa del padre, el susurro insomne de la madre ordenando la mesa bajo el umbráculo de la tarde.

También la risa trémula de aquel amor, aquel delirio sin nombre que me dio su último beso en la estación, mientras el tren, impasible, hacía de cauterio entre el antes y el nunca.

Ahora soy un náufrago, un errante con voz de esquirla, que escribe con la lucidez que otorgan la melancolía y el insomnio.

No vuelvo. No porque no quiera, sino porque el tiempo, sórdido alquimista, ha sellado la puerta con la cera derretida del deseo.

Me despido como quien deja una copa casi vacía sobre la mesa: con el último elixir aún tibio, y un temblor que no sabrá desaparecer.

Con amor