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Prólogo –

El alma descendía a un valle que no era tierra ni cielo, sino una frontera de guerra, donde el olor a sangre se mezclaba con la tierra húmeda y con la herida abierta, como los agujeros de los soldados ya caídos. La herida es la cartografía del hombre: quien la mira sin apartar la vista descubre su destino. Allí, cada vínculo humano ardía como el cañón de un rifle disparando: algunos acogían, dando calor, constancia, precisión y un objetivo; recibir el impacto o darlo. Otros quemaban hasta el hueso, como sosteniendo el cañón al momento de apretar el gatillo. En la precisión del disparo se revela la ética del que ama o del que hiere.

El Infierno no estaba bajo la tierra, sino en la memoria: eran las voces de todas las personas que alguna vez me importaron repitiendo reproches, las promesas incumplidas, las veces que fallé, la soledad de noches donde la sangre golpeaba mi sien como martillo de herrero. La memoria convierte lo cotidiano en tribunal; el corazón, en acusado perpetuo. Los demonios tenían nombres familiares, rostros conocidos: quienes me mantenían lejos porque sabían que mi alma estaba rota, quienes se alejaron, quienes amé sin recibir, quienes confundieron mi ternura con debilidad.

Quien mira al otro como espejo hallará tanto consuelo como condena, encontrará tanto al salvador como al monstruo. Y sin embargo, más arriba, entre nubes grises con ganas de llorar e inundar las calles, el Cielo también se abría. Existe una luz que no promete remediar la ruina, sino mostrar su verdad. No como un lugar prometido, sino como un espacio de cercanía con lo divino, donde mi hermana se volvía un faro en el medio de la calle en plena oscuridad y se acercaba a mí para escucharme también. La cercanía no es salvación automática; es testimonio. Ella no era un ángel que bajaba a salvarme, sino una voz que ardía en mi interior, suave pero incorruptible, que decía: “Aun en tu llanto, no estás solo. Aún en tu caída, sigo en tus hombros.” Ahí entendí que la compañía que no exige enseña más que cualquier dogma.

El Dolor era insoportable, sí, pero también era llave, ya que en la raíz del tormento puede germinar la única verdad que vale llamarse propia. Como si lo que no queremos afrontar fuera el portal, y en su desgarradura pudiera brotar una realidad hermosa. Dolía respirar, pero esa respiración era plegaria. Dolía recordar, pero en cada recuerdo había un fragmento de eternidad. Dolía vivir, pero la vida es algo que no todos tienen. En ese cruce —infierno de recuerdos y cielo de esperanza, entre las ganas de vivir y morir, de renacer o terminar de pudrirme—, el vínculo con lo divino no era perfecto ni sereno: era lucha. La fe verdadera, cuando existe, no es consuelo sino combate. Una guerra espiritual donde cada lágrima era un golpe, cada abrazo ausente una prueba, cada palabra de amor un relámpago que partía las tinieblas. Amar implica exponerse; la exposición siempre convoca juicio y gracia a la vez.

El hombre que sufre no está en la tierra, ni en el cielo, ni en el infierno. Está en un pasillo oscuro donde las puertas son infinitas, y cada puerta abre a un espejo roto. Como un laberinto de recuerdos, algunas puertas incluso están bloqueadas; deben ser traumas que no quiero recordar, pero que debo afrontar para no lastimar a nadie. El laberinto exige que el caminante se haga responsable de cada sombra que encuentra. Allí me encontré con el alma deshilachada y la fe colgando como un hilo. Entre querer amar con todo el corazón y la interminable espera que dice “Aún no”. La espera no es tiempo neutro: es fábrica donde se templan o se pudren las voluntades.

El Infierno no eran llamas: eran las voces de la conciencia multiplicadas como coros acusadores. Eran las miradas que nunca me devolvieron amor, las horas en que el corazón latía contra una muralla de silencio. Un rompecabezas sin piezas, el juicio eterno por una culpa que nadie nombra, la burocracia del dolor que aplasta el alma en su tedio monstruoso. Y sin embargo, en esa misma oscuridad, había relámpagos. El relámpago no anuncia la calma; anuncia la claridad momentánea que obliga a decidir. Algo me susurraba desde las sombras: “Allí donde sufres hasta desear morir, allí se esconde tu redención.” Quien rodea su pena con honestidad se encuentra a un filo de la salvación.

El sufrimiento como lugar de encuentro con lo divino, no como castigo, sino como raíz. La herida que se abre es el sitio donde el Espíritu penetra, y a través de esa abertura uno ve el cielo. La figura de mi hermana aparecía entonces, no como recuerdo, sino como presencia. Ella no estaba muerta: era el testigo secreto de cada lágrima. Se inclinaba hacia mí como ángel que no promete nada salvo compañía, y su silencio tenía más fuerza que mil sermones. Su luz no anulaba mi oscuridad, sino que la atravesaba. Y allí, en medio de las ruinas, surgía otra visión: un rostro femenino, sin nombre humano, pero con rasgos que rozaban lo eterno. No como mujer, sino como salvación. Un eco del amor divino que en ocasiones se disfraza de persona. Era la promesa de que el alma podía ser sostenida, aunque todo lo demás se derrumbara. Sostener no es redimir; es permitir que la caída tenga sentido.

Entonces mi mente se iluminaba: “Debes amar tu destino, incluso en la desesperación.” No resignarse; es tomarlo y transformarlo. Debo ganarle al tiempo, incluso en la desesperación, no robándole años sino otorgándole sentido. El amor en medio de la herida nunca me había pasado; siempre me prometieron amor y así de fácil caí en palabras vacías. Esto era distinto: eran acciones que me ponían a prueba, gestos que me obligaban a recorrer cada uno de los pasillos oscuros; la afirmación de la vida incluso cuando se sumerge en mis sombras.

Así, entre el Infierno psicológico que cada uno carga y el Cielo imposible que todos anhelamos, el Dolor se erigía como único camino. Quiero pensar que a veces la senda más cruenta es la única que conduce a lo auténtico, y que no volveré a vivir falsedad. No había escapatoria. Había que descender hasta el calcáneo, hasta el último rincón del alma desgarrada, y allí, en lo insoportable, arder. Si no te consumís en la búsqueda, nunca sabrás qué ceniza vale volver a arar. Porque es imposible la creación de un mundo nuevo —o de sentimientos nuevos— sin la muerte de lo pasado. Nacimiento y entierro.

Hubo un instante en que se encendieron en mí viejas heridas, como si alguien hubiera forzado la llave de todos mis traumas, y ahí se revelaba al mismo tiempo la posibilidad de otra puerta. Y entendí que la única manera de sostener esa visión era dejando morir a mi yo pasado, para poder respirar en paz. Matar al propio pasado no es olvidar: es hacer lecho para la verdad que venga.

Capítulo I – El Infierno Psicológico

No había fuego, ni cadenas, ni verdugos. El infierno era un tribunal sin juez, sin almas en pena quemando por la eternidad, un laberinto de corredores idénticos, donde cada puerta conducía a un recuerdo. Y cada uno devolvía una imagen rota: presenciar la muerte de amigos, de familia, de un padre, de un amor; abrazos que nunca llegaron, silencios que asfixiaban más que gritos. El silencio a veces actúa como verdugo más certero que la espada. La condena era absurda, interminable, como un proceso en el que la culpa no tenía nombre pero sí peso, la condena más firme. Era el dolor vuelto máquina, la angustia multiplicada hasta llenar cada espacio de la mente.

Lo peor no era la tortura, sino la espera: la certeza de que nada cambiaría, de que toda salida llevaba de nuevo al inicio. La espera que devora la esperanza es el peor tribunal. Allí el alma comprendía que el verdadero demonio no era externo, sino interno: la voz que se repite como látigo, la memoria que no deja de juzgar. Era el eterno retorno del dolor al que estamos acostumbrados, pero no queremos. El infierno no tenía llamas ni cadenas: tenía silencio. Un silencio espeso, que pesaba más que el plomo y caía sobre el pecho como una presión incontenible, un verdugo invisible.

Era un tribunal eterno donde yo mismo me acusaba con voces multiplicadas, ecos que no cesaban: “no vales, no mereces, no servís”. Las voces propias son los jueces más implacables y los carceleros más eficientes. Cada corredor era idéntico, cada puerta abría a un espejo, y en cada espejo me veía roto. Mirarse y hallarse fracturado es condena y promesa: muestra dónde hay que rehacerse.

El cansancio del alma era absoluto: no era el sueño de un cuerpo agotado, era el peso de una existencia que se arrastra. Allí no había futuro ni esperanza, solo la repetición: dolor sobre dolor, caída sobre caída. Pero incluso en el fondo del pozo, había lágrimas que ardían como brasas. Y ese ardor —por mínimo que fuese— era señal de que aún vivía, de que aún sentía. Dentro de mí hay un incendio. No es llama clara ni hoguera para sobrevivir. Es brasero oculto, humo denso, ceniza que me arde en la lengua cada vez que intento nombrar lo que me duele. Camino entre la gente con el gesto sereno, pero en lo íntimo arde un fuego insaciable.

Un dolor tan vasto que a veces pienso que no me pertenece, como si viniera de siglos atrás. He probado apagarlo con trabajo, con risas, con exceso. He querido sofocarlo con olvidos, con silencios. Pero la verdad es otra: el fuego nunca muere. El fuego soy yo. Cada paso que doy es un pacto con ese incendio. Y cada palabra que pronuncio es humo escapando de mi pecho. Me pregunto si los demás lo ven, si notan que detrás de mi mirada se oculta un volcán presto a estallar, o si piensan simplemente que soy uno más que aprendió a sonreír mientras se quema. Lo noto, sé que está ahí, y prometo cambiarlo. Pero no como quien promete dejar atrás un vicio, sino como quien se compromete a morir y renacer en la misma carne.

Porque todo lo que callé me corroe, y si no lo enfrento me seguirá juzgando con la crueldad de un dios sin rostro. Comprendí que el dolor no me pertenece del todo: es herencia, es eco de generaciones, es la condena de haber nacido en un mundo donde nada se redime sin sangre. Y, sin embargo, me atraviesa como si fuera mío en exclusiva.

Por eso la promesa es doble: no solo cambiar, sino dejar morir. Morir a mi yo ciego, a la máscara que se acostumbró al fuego, al reflejo roto que acepté como identidad. Para crear lo nuevo, primero hay que cerrar el ataúd de lo que finge ser vida.

Prometo descender hasta ese núcleo ardiente, sostener la mirada de mis propios demonios y arrancarles la potestad de seguir gobernándome, haciéndole frente al diablo y requisando su trono. No será un cambio visible, ni rápido, ni perfecto. Será un trabajo silencioso, casi secreto, como el de la semilla que se pudre para dar fruto. Pero lo juro: no voy a seguir huyendo. Si alguna salvación es posible, no vendrá de fuera, sino de este acto íntimo de aprender a morir en mí mismo para volver a ser.

Capítulo II – El Dolor como Puerta

Hay noches donde sueño con esos corredores interminables: muros grises, puertas cerradas, un eco de pasos que no son míos. Siento que corro, pero nunca avanzo. Como si mi subconsciente quisiera entrenar la paciencia, obligándome a ser un eterno caminante espiritual.

El alma se parece a esos corredores: espacios repetidos, habitaciones idénticas donde se esconden los mismos miedos con distinto rostro. Repeticiones que me obligan a hacer un mapeo infinito; quizá no haya una salida en sí, pero inventamos una. Camino, abro una puerta, y allí encuentro no descanso, sino otra variación del mismo tormento. Me descubro pequeño, apenas un viajero en el tiempo que arrastra su sombra.

A veces, una voz susurra mi nombre, pero al girar no hay nadie. ¿Me estaré volviendo loco? Me lo cuestiono todo: ¿la duda sobre la cordura significa que aún queda sentido por salvar? La soledad en ese lugar oscuro, efímero, es tan brutal que llego a pensar que quizás soy yo mismo llamándome desde el futuro. El corredor no termina.

Comprendo que el infierno no es un lugar subterráneo, sino que está dentro: la memoria que juzga, la culpa sin nombre, el latido de lo que no sanó. Es una repetición infinita de preguntas sin respuesta. El sufrimiento insoportable me arrancaba cada fibra, y sin embargo, era la única verdad que no podía negar. El dolor era real, y en su verdad había algo más puro que cualquier mentira de consuelo.

Cuando la herida sangraba hasta vaciar toda fuerza, algo en mí comprendía: allí estaba el umbral. El dolor no era el final, era la puerta. Quizá lo más valioso se encuentra detrás de lo que nos aterra tocar: una puerta no elegida, no deseada, pero puerta al fin.

Y en medio de ese umbral, ella de nuevo: mi hermana. No recuerdo distante, sino presencia inmediata. Su silencio atravesaba la oscuridad, no para borrarla, sino para acompañarla. Sentí que aunque todo me abandonara, ella permanecía. Ese lazo invisible me recordaba que no estoy perdido del todo. Y sin embargo, en lo insoportable se abría un resquicio, se transformaba en ventana.

El dolor, lejos de ser simple castigo, se volvía umbral. Allí aparecía la hermana, inclinada sobre el abismo que creé como fuego que no se apaga. Su silencio no ofrecía soluciones, pero sí compañía. Su presencia atravesaba la oscuridad sin borrarla, como un rayo que ilumina sin eliminar la noche. El alma descubría entonces que el sufrimiento no era un callejón cerrado, sino una puerta hacia lo nuevo. Que en lo insoportable estaba la semilla de la redención.

Lo digo ahora porque te imagino leyéndolo: en mis silencios, a veces escucho su voz. Me imagino su eco, como si nunca se hubiera ido, como si alguna vez hubiera tenido una. Caminando conmigo en esta ciudad que se desmorona. Ella me habla desde otro lado, con dulzura y firmeza. Me dice que no tema, que no me rinda. Que el amor no muere, aunque la mente se apague o se confunda.

A veces discuto con esa voz. Le digo que me duele su ausencia, que no entiendo el porqué. Y ella responde con calma:

—Estoy en vos. No busques afuera lo que vive dentro tuyo.

Su presencia es contradicción: me salva y me hiere. Porque si la siento, la extraño. Y si la extraño, sé que la amo. Escribo estas líneas como quien escribe a un fantasma. Pero sé que no es espectro ni sombra. Es mi hermana eterna, la guardiana de mis pasos. El vínculo con lo eterno no era paz, era lucha.

Y a vos, que sostenés algo parecido en la distancia: yo rezaba con amor, con gritos. No pedía consuelo, exigía respuesta. Me arrodillaba no para rendirme; me arrodillo como quien golpea el suelo pidiendo cuentas, exigiendo una respuesta que no llega fácil. Y en ese combate ardía mi fe: no como certeza, sino como resistencia.

No me escondía ante él; lo primero era reconocer todos mis pecados antes de pedirle calma. Lo primero era admitir que estaba roto, mal. Confieso mis pecados, mis omisiones, mi brutal incapacidad para ser todo lo que quisiera. Le pido a lo eterno que me desarme para volver a armarme mejor. Quizá así, quisiera mostrame el camino.

Lo primero que hago es admitir que estoy roto. No te pido perdón como quien busca limpiar un papel, sino como quien acepta que para crear algo nuevo es necesario dejar morir lo pasado. Sé que hay heridas que no se curan por decreto; sé que hay miedos que requieren trabajo, tiempo y coraje. Pero te prometo —y lo escribo para que lo leas— que estoy dispuesto a ese trabajo. Lo noto, sé que está ahí, y prometo cambiarlo. No prometo milagros; prometo esfuerzo: morir a mi yo viejo, enterrar máscaras, hacer duelo de mis reflejos rotos para que el que nazca después pueda estar de verdad.

Si podés, mirame sin expectativas fundadas en lo que fui. Te pido que guardes un lugar para lo que puedo llegar a ser.

—Pedir un lugar es pedir tiempo; el tiempo es el juez más sabio.

Porque mi plegaria no es solo por mí; es por el amor que deseo aprender a sostener, por la ternura que quiero merecer algún día. Y si alguna vez este libro te duele, sabé que me duele igual: duele admitir, duele prometer, duele transformarse.

—La honestidad en el dolor es la moneda que compra futuros posibles.

Pero en esa herida —te juro— hay una semilla. Y yo quiero aprender a regarla para que un día nos brinde fruto.

—Regar la herida es oficio de quien cree que la belleza puede nacer del esfuerzo.

Epílogo – Entre Cenizas y Luz

El silencio de los corredores ha cambiado. Ya no es el peso de un juicio eterno, ni el murmullo de voces acusadoras; es un murmullo que invita a mirar hacia adentro, a escuchar lo que hasta ahora fue ignorado. Cada puerta rota, cada espejo quebrado, me ha enseñado que el dolor no es castigo, sino un lenguaje que habla del alma, de lo que aún puede renacer. El sufrimiento es el precio que pagamos por la posibilidad de conocer lo que verdaderamente somos.

Siento que mis heridas, esas que creí definitivas, se transforman en planos. Cada cicatriz indica caminos que antes no podía recorrer, cada fragmento roto me muestra la geografía de mi propia fortaleza. La herida es el mapa del hombre: quien la mira sin apartar la vista descubre su destino. Incluso cuando la angustia golpea dejándote sin aire, hay un hilo invisible que atraviesa todo, sosteniendo, silencioso, recordando que la noche más larga es también el umbral de un amanecer que aún no vemos.

He aprendido que la luz no borra la sombra, sino que la atraviesa. No hay milagros ni respuestas fáciles: hay pasos, respiraciones que se vuelven plegaria, gestos diminutos que se convierten en salvación. El amor no siempre llega envuelto en claridad; a veces se presenta en el roce de una mano, en un silencio compartido, en la paciencia de un instante que nos permite reconocernos enteros en nuestra fragmentación. El dolor puede enseñarnos a sostener la vida con manos más firmes y mirada más clara, y en esa afirmación se encuentra la posibilidad de trascender incluso los abismos más oscuros.

Sé que no todo ha terminado. Quedan puertas cerradas, pasillos interminables, recuerdos que aún esperan ser enfrentados. Pero ya no temo al laberinto. Cada caída, cada lágrima, cada noche de vacío, es también una semilla. Una semilla que solo espera que nos acerquemos, que nos inclinemos sobre ella, que la reguemos con nuestra voluntad, con nuestra vulnerabilidad, con nuestra capacidad de sentir.

Incluso con el alma adolorida, descubro que el corazón puede abrirse a la esperanza. Que el dolor, por insoportable que sea, puede enseñarnos a atravesarlo, a reconocernos en él y a seguir caminando hacia algo que aún no comprendemos del todo, pero que promete encontrarnos con nosotros mismos. Está bien quebrarse, está bien sangrar, está bien llorar. Porque en ese acto de honestidad con uno mismo reside la semilla más poderosa: la de continuar, de volver a mirar, de abrazar la existencia con todas sus grietas y todas sus luces.

Y sí hay algo que puedo decir a quien me lea: que la herida no sea cárcel, sino portal. Que el dolor no sea final, sino preludio. Y que cada paso que demos después de este abismo sea un paso hacia la plenitud de lo que podemos llegar a ser. Porque incluso entre cenizas y sombras, algo luminoso espera, paciente y silencioso, para mostrarnos que la vida nunca deja de sorprendernos.

Esta es una pausa, no un cierre. La historia continúa, y cada uno de nosotros tiene las llaves de las puertas que aún nos esperan. La promesa de la vida no está en la ausencia del dolor, sino en la capacidad de sostenerlo, transformarlo y, finalmente, mirar hacia adelante con los ojos abiertos. Porque incluso entre cenizas y sombras, siempre hay algo que merece ser vivido, alguien que merece ser amado. Y está esperando que lleguemos, que nos acerquemos, que nos permitamos renacer otra vez.

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