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    Los que desaparecen sin irse

    May 25, 2025

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    Frente a la plaza hay una iglesia. Ese jueves estaban velando a una persona que yo no conocía, pero por alguna razón me quedé observando a la gente llegar. Muchos cruzaban la calle en dirección a la plaza, quizás para tomar un poco de aire, cambiarlo o simplemente tomar distancia.

    Tres personas se sentaron en un banco al lado mío. Comenzaron a hablar del fallecido, de cuánto lo querían, de cuánto lo iban a extrañar. Pensé en levantarme, en darles su espacio, hasta que uno de ellos dijo algo que me atravesó sin aviso:

    —Igualmente, morir fue lo mejor que le pudo pasar. Él ya se había dejado morir en vida. Hacía mucho tiempo que desapareció...

     Y entonces algo dentro de mí hizo silencio y pensé ...

     Nos enseñaron a temer a la muerte como un final abrupto, oscuro y definitivo. Un corte, una ausencia repentina. Pero nadie nos habló de la otra forma de morir: la que no se nota, la que no tiene fecha ni certificado, la que ocurre a plena luz del día.

    La muerte de quienes renuncian a sí mismos.

    La de quienes dejan de buscar, de sentir, de amar con intensidad.

    La de quienes se despiden lentamente de su propia voz interior, hasta que un día ya no recuerdan cómo sonaba.

     Esa muerte no interrumpe el tránsito, no llena iglesias, no convoca lágrimas ni coronas de flores.

    Se instala en silencio. Convive.

    Nadie la nombra, porque hacerlo sería admitir que en algún momento —quizás ahora mismo— también nosotros podríamos estar muriendo sin saberlo.

     Aparece como una rutina que se repite sin alma, como una mirada que ya no se detiene en nada.

    Llega envuelta en frases hechas: "es lo que hay", "ya fue", "mañana veo".

    Se camufla en las sonrisas automáticas, en los saludos vacíos, en los abrazos que no abrazan.

    Se alimenta de los sueños postergados indefinidamente, de las pasiones que dejamos enfriar, de las promesas que nos hicimos y nunca cumplimos.

     Nos convierte en sombras de lo que fuimos.

    Y lo más aterrador: podemos vivir así durante años. Respirando, trabajando, respondiendo mensajes.

    Pero muertos por dentro.

    Fingiendo vida en un cuerpo que se volvió un escenario sin actores.

    Pero incluso en los inviernos más largos, hay semillas que siguen esperando bajo tierra.

    No hacen ruido. No se ven.

    Pero viven. Y esperan.

    Y cuando el sol toca justo en el ángulo preciso, cuando el mundo —aunque sea por un momento— deja de pesar, brotan.

    Porque mientras quede algo de luz adentro, siempre estamos a tiempo de volver.

    Belén Lenzi

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