Hoy compré libros de Vicente Luy. Dos libros que aparecieron de repente, furtivos y al acecho de un fetiche intelectualizado y romántico de esos que liberan de toda culpa, comprometiendo la economía de lectores compulsivos. ¿Por qué esa falta de remordimiento? Fácil, porque para algunos, el símbolo le gana a la guita.
La relación con ciertos objetos puede resultar extrañamente intrigante para quienes sufrimos el hecho de que el significante nos interpele siempre por sobre el carácter pragmático de las cosas. Nos atraen por su historia, su forma, su concepto, su origen, su valor cultural y hasta biográfico. En fin, nos interesa la representación de sus abstracciones. Su impacto sensorial, emocional e intelectual. Pues como ya ha quedado claro, lejos está de ser un consumo racional.
Volviendo al caso de los libros, lo que me enamoró fueron lo desconocido de sus páginas, el precio casi simbólico y el cuidado de sus ediciones, pero lo que definió el cambio de oportunidad a necesidad consumista irrefrenable fue el comentario de la librera: –“Los trajo una amiga de él, son los que quedaban en las cajas de Vicente”-
Un único argumento necesario para que mi cerebro arremetiera brutalmente contra mis fondos con la imagen del escritor guardando los libros personalmente para que años después, ya sin su cuerpo presente ni su locura latente, una vidriera los choque de frente con la curiosidad de a quienes su nombre no solo les resulte familiar, sino también atractivo; confirmando la trascendencia de una obra tan maldita y atrozmente actual como profundamente hermosa.
Los compré. ¿Cómo no los iba a comprar?. Si a esta altura de mi poco criteriosa imaginación, Vicente los guardó exclusivamente para mí, aguardando su destino en un lugar específico de la biblioteca que fui armando durante todos estos años. Era ese, indudablemente, su plan de acción. Por estas cosas, y algunas más, compramos libros.
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