En el imaginario común circula la idea de que “los niños son crueles”, una frase que suele utilizarse para justificar o explicar conductas como las burlas, la exclusión o los comentarios hirientes en la infancia. Sin embargo, esta afirmación contiene una lectura simplificada y errónea de lo que realmente ocurre en las relaciones infantiles. Los niños no son crueles; más bien, son crudos. No porque disfruten hacer daño, sino porque están en un proceso de construcción de habilidades sociales y emocionales que todavía están en formación. Atribuirles maldad o intencionalidad dañina es imponerles una categoría moral adulta que aún no han alcanzado.
Jean Piaget, uno de los principales referentes en psicología del desarrollo, mostró que los niños atraviesan etapas en la comprensión moral. Durante la infancia temprana predominan formas de moralidad heterónoma, donde las normas se aceptan de manera rígida y por obediencia a la autoridad, sin un entendimiento profundo de las intenciones o emociones del otro. Esto implica que la empatía —entendida como la capacidad de ponerse en el lugar del otro y comprender sus sentimientos— no está plenamente desarrollada ni operativa desde el nacimiento. La capacidad para considerar las intenciones ajenas y evaluar la moralidad de una acción se construye con el tiempo y la experiencia social.
Lev Vygotsky, por su parte, enfatizó que el aprendizaje es un fenómeno social y cultural. La llamada zona de desarrollo próximo describe el espacio entre lo que un niño puede hacer solo y lo que puede lograr con la ayuda de otro más competente, ya sea un adulto o un compañero. Es en esa zona donde se adquieren y perfeccionan habilidades sociales y emocionales, incluida la empatía. Sin un acompañamiento adecuado, las capacidades que están en potencia no logran activarse plenamente. Por eso, la calidad de las relaciones y la presencia de modelos empáticos son fundamentales para que los niños aprendan a relacionarse con respeto y sensibilidad.
Desde el psicoanálisis, Donald Winnicott aportó la idea del “entorno suficientemente bueno” como el espacio relacional necesario para el desarrollo emocional sano. En ese entorno, el niño puede explorar, jugar, expresar emociones y construir su identidad. El juego es el principal medio a través del cual los niños socializan y aprenden las reglas no escritas de la convivencia. Pero el juego también es un ensayo donde se experimentan dinámicas de poder, conflictos, alianzas y exclusiones. Muchas veces, lo que los adultos interpretamos como crueldad no es sino una manifestación cruda, sin filtro, de un proceso de aprendizaje imperfecto y en construcción.
La diferencia entre crueldad y crudeza es clave. La crueldad implica una intención consciente y un disfrute del daño al otro. La crudeza, en cambio, es la expresión sin pulir, sin filtro, de emociones e impulsos que todavía no se regulan ni se expresan con las formas sociales aprendidas. Los niños, en su proceso, pueden decir o hacer cosas hirientes, pero no siempre con conciencia plena de las consecuencias ni con la intención de causar daño. Muchas veces, reproducen modelos familiares o sociales que no han sido problematizados ni trabajados.
Es cierto que la empatía es una capacidad humana presente en potencia desde el nacimiento. Sin embargo, como cualquier otra habilidad, no se despliega automáticamente. El desarrollo de la empatía requiere estímulo, práctica y un entorno que la valore y la enseñe. Así como un niño no aprende a hablar, leer o escribir sin acompañamiento, tampoco aprende a regular sus emociones ni a comprender las de otros sin experiencias que lo guíen. Esta construcción depende de la calidad de las interacciones y de la presencia de adultos que puedan sostener y modelar la expresión emocional.
En muchos grupos infantiles, hay niños o niñas que poseen habilidades sociales y carisma que los colocan en roles de liderazgo. Estos niños pueden iniciar dinámicas de burla o exclusión que otros siguen, no siempre porque quieran sumarse al daño, sino por un deseo de pertenencia y aceptación. Este fenómeno refleja la complejidad de las relaciones sociales infantiles, donde la necesidad de encajar muchas veces se impone sobre la reflexión ética o emocional. La responsabilidad adulta es fundamental para intervenir y transformar estas dinámicas, enseñando nuevas formas de relacionarse.
Etiquetar a los niños como crueles no solo es injusto, sino que desresponsabiliza a quienes acompañan su crecimiento. Los adultos, padres, docentes y cuidadores tienen un papel central en sostener espacios donde la empatía se pueda cultivar, donde el juego no reproduzca violencia, y donde las emociones puedan ser nombradas y procesadas. Se trata de acompañar con palabras, con límites claros, con ejemplos de respeto y cuidado, y con una escucha activa que valide lo que los niños sienten.
Decir que los niños son crueles es una simplificación que no toma en cuenta los procesos complejos de desarrollo emocional y social. Más justo es decir que son crudos: en proceso, en construcción, necesitando tiempo, guía y espacio para crecer. La infancia no es un terreno a corregir con etiquetas punitivas, sino un territorio vulnerable que demanda cuidado y acompañamiento. La forma en que respondemos a esa crudeza dice mucho de nuestra capacidad como sociedad para fomentar vínculos sanos y una convivencia respetuosa.
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