El aroma a humo manso de carbón, a romero y a vino de jarra tibia, aún reposa en mi memoria, como una pátina dorada sobre un viejo retrato. Eran los domingos de sobremesa, ese espacio sagrado que se abría lento, como una flor de tiempo, después de la liturgia del asado. La mesa, una arcaica y noble bestia de madera, larga y profunda como un río familiar, conservaba las huellas de la batalla culinaria y el eco de las risas plenas compartidas en ese patio. Pero era justo cuando el sol comenzaba a declinar, tiñendo el horizonte de ocres y malvas, que la verdadera ceremonia iniciaba. El tata. El centro gravitacional de esa galaxia. Con una pausa deliberada, casi un rito, se levantaba a buscarla: su guitarra, de caja lustrosa y cuerdas que conocían cada pliegue de su alma. Al volver, la afinación era un murmullo íntimo, un diálogo entre dos viejos amigos.
Y entonces, el primer acorde.
No era un sonido, era un portal. Era el inicio de una melodía que flotaba densa en el aire, una invitación a la deriva, a la introspección. Casi siempre empezaba con la ternura dolida y suave de una canción vieja, quizás con un verso que hablaba de "los momentos que se van quedando". De pronto, la familia se convertía en una orquesta instintiva. La mesa de madera, esa larga confidente, mutaba en tambor. Las manos se alzaban y caían en un ritmo atávico, golpeando con las palmas abiertas, con los nudillos, marcando un compás que no necesitaba director. Los dedos de mis primos y tíos hacían vibrar los vasos vacíos como el cuero del bombo imaginario. Las voces se sumaban, nadie había ensayado, pero la armonía era total, tejida por la hebra invisible de la memoria compartida.
Ese instante, ese fragmento de tiempo suspendido entre el fin del día y el inicio de la semana, era la poesía en acto. No se trataba solo de cantar; se trataba de estar. De saberse parte de un coro que trascendía los años, donde cada nota era una promesa de permanencia.
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