El Rey dirigió sus ojos hacia la puerta, que se abría súbitamente. Tras ella, y por el largo pasillo, una docena de soldados gritaban su nombre -su fin había llegado.
Metió su mano en el saco, sacó un pequeño tubo con un liquido dentro, abrió la tapa y lo bebió sin pensar.
Minutos después, en el carruaje que lo llevaba hacia la prisión, la garganta del rey exclamó sangre a borbotones, las botas de los soldados se mancharon repentinamente, a lo cual maldijieron al moribundo que se despatarraba del dolor.
El carruaje llegó a destino con un nuevo rey proclamado. Al envenenado ni lo tocaron, fue quemado dentro de la carreta para ahuyentar su espíritu, porque había, bien escondidos, quienes aún rondaban los Campos Reales. Su alma se les unió, el clan mortuorio crecía más y más, y con la inevitable llama del rencor.
Algún día, los inefables volverán trayendo consigo la esperada venganza. Los traidores rezan que no les toque verlo, por lo menos, en este plano.
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