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    Los hippies son los peores enemigos de los hippies

    Oct 15, 2024

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    Los hippies son los peores enemigos de los hippies
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    Noche de luna llena. Para algunos, es un cielo abierto, un respiro cósmico. Para mi grupo, era la señal de una nueva jornada de autodestrucción compartida, en un lugar que a plena luz del día nos estaría vetado. El plan: drogas, alcohol y la ilusión de una noche épica. Llegamos al planetario, con una plancha de ácido y una tijera en la cartuchera. Recortamos el cartón en la puerta de La Rural, rumbo a “La Noche de la Luna” en Galileo Galilei. El amargo del ácido nos recorre la boca mientras nos sumergimos en la escena.

    El trayecto es un festival de cervezas, risas rotas y cuerpos sudorosos. El lugar, una réplica patética de Woodstock. Caras perdidas en un trance que no prometía despertar. El aire es una mezcla sofocante de tabaco, marihuana y humanidad descompuesta, tan densa que parece que alguien destapó un frasco de amoníaco. Fogatas chisporrotean en la oscuridad, mientras el sonido mal afinado de percusión y viento se alinea con los movimientos torpes de los bailarines. Nos movemos, despojados de cualquier gracia, en una coreografía involuntaria. La noche no es más que un mosaico de ojos que te piden cigarrillos o, si tienen suerte, una pitada de tu porro.

    El ácido, pésimo como todo en esa noche, me pega mal. Termino hiperventilando después de hablar con un trapito que me pide plata para paco. Ahí, entre el surrealismo de ese encuentro y mi propia desconexión de la realidad, la noche empieza a desmoronarse. Nos hacemos amigos de extraños, pero ninguno va a recordar nuestros nombres. Bailamos, sudamos, bebemos. Nadie toca el agua, como si fuera más corrosiva que el ácido que nos corroe desde adentro.

    Cuando el cielo comienza a clarear, me encuentro observando la cúpula del planetario. Algunos colgados, literalmente, han trepado la reja y desafían la gravedad. Desde abajo, deseo que uno se caiga. Quizás eso le dé sentido a la noche. El morbo flota en el aire, pegajoso como un trapo sucio. Todo es un chiste macabro, un show decadente donde nadie es protagonista.

    Finalmente, las botellas caen del cielo, no la lluvia. Y con ellas, se rompe la paz artificial entre los drogados. La tregua de la sustancia se termina, y corro. Esquivo botellas, intento alcanzar una salvación que ni yo sé qué forma tiene. Encuentro refugio en una parada de colectivos sobre Sarmiento, pero la violencia, siempre agazapada, me alcanza. Un tipo, ebrio, dopado, sucio, me desafía a pelear.

    Y lo hago. Al primer golpe en su mandíbula, cae. La gente aplaude. No por mí, sino por la brutalidad del acto, por el regreso a lo más básico. Pero el tipo vuelve, no con palabras, sino con piedras. Me persigue hasta Plaza Italia. Ahí, me planto, levanto una rama como si fuera un bate de béisbol. Lo miro fijo. Su furia se disuelve. Me ofrece la mano, y se va. La lluvia cae, y yo quedo solo, mojado y extenuado.

    El insomnio me acompaña en el regreso. No es solo la adrenalina, es la búsqueda desesperada de algo que nunca encontramos. Como cada fin de semana, como cada luna llena.

    Luciano Marcos

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