Uno partió de la selva, dejando atrás las tumbas de sus ancestros y el calor de su civilización. Partió porque necesitaba algo y sabía, más por instinto que por estudio de sus alrededores, que su hogar no lo tenía o lo había perdido hace tiempo. Su equipaje era ligero porque sus pertenencias eran escasas. Se despidió de su cuadrilla, lloró con su familia e incluso se dirigió al templo para pedir apoyo, aprobación o perdón, pero . Partió de las zonas conocidas; atravesó plantíos, ermitaños, fieras, puentes, comida, hombres, mujeres, caníbales, hambre, batallas, sabios, estafadores, salvajes y años. Su nombre corrió por muchas lenguas y llegó a oídos de su selva. Algunos fueron a buscarlo, otros a seguir sus pasos.
Pero el tiempo había multiplicado sus huellas y su sombra. Su dirección se perdió en la espesura, y las historias que dejaba por el camino lo convertían en muchas personas a la vez, cada quien con su propia motivación. En algunas pequeñas aldeas era un vagabundo sin más que sus pies para andar y sus manos para pedir; según los carromatos que le cedieron el paso a su séquito, parecía un importante líder espiritual o un noble que hubiera enloquecido; para los ladrones que lo dejaron a su suerte tras sacarle lo poco que tenía, era un soldado desertor de alguna guerra cuya armadura no reconocían. Todos sabían en qué direcciones había partido, también los contradictorios porqués de su caminar, pero ninguno acertaba a explicar qué había sido antes o qué sería después.
Nadie llegó a enterarse, pero el joven que partió de la selva encontró su destino, si bien la juventud lo había abandonado hacía tiempo. Al detenerse sobre una suave cama de pastos verdes, tres figuras derruidas le cerraban el paso, siluetas recortadas contra un atardecer lluvioso. El niño de la selva no hubiera diferenciado nada salvo la vejez en estas efigies, pero el viajero que las contemplaba supo ver tres deidades míticas de tres culturas muy diferentes. El musgo atravesaba sus rasgos y las lluvias se empeñaban en pulir sus vestimentas, pero seguían mostrando lo que sus devotos más adoraban en ellos. Preparado, el hombre sin más patria que la planta de sus pies descalzos se sentó, y contra todo pronóstico meteorológico, meditó profundamente. Recorriendo los espacios entre su mente y el infinito, logró adentrarse en sí mismo, llegando al Todo. Perdido en ese laberinto sin pasillos, avanzó, retrocedió, giró y esperó hasta encontrarse en el lugar en el que estaba sentado, habiendo recorrido su propia historia cien mil veces hacia ese mismo punto. Se puso de rodillas frente a las estatuas, que ahora eran él mismo, y las interpeló.
—Deidades del pasado remoto, he viajado cien historias para llegar a sus pies. El mundo los ha dejado atrás.
Lentas, multitudinarias y camufladas con el viento, las palabras del primer Dios Olvidado sonaban al paso del tiempo. Escucharlo requería sutileza y predisposición a no entenderlo todo.
—Hablas del mundo como si lo hubieras conocido al completo, viajero. Las grandiosas planicies del río Nyl se visten de mis colores al celebrar la siembra y en las lejanas Montañas sin Sol se enseñan mis alabanzas, que los sacerdotes usan para trascender ¿Cómo crees estar frente a nosotros si no es a través de la comunión con nuestro poder?
—No conozco todo lo que hay, pero he viajado por donde hablas, y más aún. El río Nyl ya no arrastra la tierra con su torrente y sus planicies se han vuelto un desierto habitado por alimañas y extraños merodeadores sin Dios. Las montañas que nombras deben ser las Mesetas Umbrías pero ya no hay más que túneles donde guarecerse y lejanos recuerdos de las fortalezas que habitaban tus sacerdotes. Venerable deidad, eres una sombra cuya luz se apaga.
El segundo Dios Abandonado hablaba como un rayo y callaba como el Sol. Cada idea hacía mella en el temple del viajero, dejando expuesta una debilidad que el juicioso silencio resecaba hasta que ardía.
—Hablas con autoridad e insolencia, mortal, pero nada se interpone entre tu esencia y mi ira. Cuida tus intenciones. Dices ser un conocedor de estas tierras, pero no sabes lo que hay debajo. Tus ríos, ciudades, desiertos y valles no son más que la rugosa corteza de un tronco milenario ¿Crees que las montañas son imponentes, que las cuevas son profundas? No conoces al mundo, hijo de la carne. Navegas la superficie de un océano y no te das cuenta.
Pero el Caminante sin Camino se había preparado para ser juzgado, y sabía qué batallas podía pelear.
—¿Quién eres? No conozco tu nombre ni lo que representas, dudo que alguien lo sepa ya. Has sido olvidado, aquello que te conformaba se ha esfumado con las eras y no queda más que tu silueta estática en las pobres transcripciones de tus leyendas. Dices que solo he rascado la superficie del mundo y hablas con sabiduría. Pero he aprendido que los dioses son lo que hacemos de ellos, y no hay nadie en esta corteza que me haya susurrado media palabra de tus profundidades. Yo soy aquel que te mantiene en este mundo, Dios Abandonado, soy la memoria viva de tus obras y tu divinidad. No pretendo ser más y conozco mi lugar ante ustedes; por eso me he presentado a los pies de sus efigies.
Partí de mi hogar buscando algo desconocido, un poder y una forma de existencia que las historias narraban como leyendas anteriores. Nunca estuve en paz con el curso de mi vida, y me decidí a caminar hasta encontrar esa fortuna desaparecida. Me volví muchas cosas intentando atrapar un susurro que hablara de algo así, y tardé muchos soles en cruzarme con los restos de una memoria olvidada. Vagas señales apuntaban a esta región, y otras lenguas intuían un templo escondido que supo ser sagrado. Este lugar no es más que otra de las innumerables ruinas que florecen de la espesura.
El tercer Dios Perdido hablaba en recuerdos, y la extensa vida del Último Creyente era su vocabulario. En el aparente silencio surgieron mil atardeceres, personas por las que daría la vida, alimañas intocables a las que aborrecía con impotencia y decisiones que lo perseguirían hasta su último aliento. Impulsado solo por la curiosidad, el dios escrutó cada acción, cada palabra, cada desprecio y encanto. Pero hubo algo que no logró encontrar: arrepentimiento.
Consciente de lo que arribaba a su mente y de las implicaciones que tenía, el Sabio de la Selva se giró hacia la última figura con un nudo en la garganta.
—Al final, descubrí que el mundo no solo los había olvidado. Las gentes con las que trataba sabían lo que buscaba, pero no querían volver a oír esas leyendas ni siquiera por sus propias voces. Dioses del pasado remoto, han sido abandonados. Están perdidos, y creo que yo me he perdido con ustedes.
La idea resonó en los bordes de su atención, sacudiendo el cielo hasta hacerlo caer sobre su cabeza. Atravesó la espuma de las nubes y se sumergió en el ilusorio azul hasta romperlo. Por sobre sus cabellos grises, un eterno cielo de estrellas giraba al compás de sus ideas, y el niño entendió lo que el anciano no quería saber: estaban rotando alrededor de su cabeza.
—¿Es esto el centro del mundo?
Ya no había estatuas a su alrededor, y la suavidad del verde había sido erosionada hasta la dura piedra de montaña. Miró hacia el cielo. En su infancia los claros despejados escaseaban, pero el Adivino Ambulante había aprendido a leer las estrellas. No reconocía ninguna de las constelaciones que veía, pero entendía en todas ellas las ideas ante las que se había postrado. Los dioses seguían hablando, pero habían cambiado de idioma.
—El centro, la cima, el fondo, el inicio, los bordes, la suma. El mundo, Viajero.
Las estrellas desaparecieron y el Campeón de la Aldea creyó haber perdido la vista, hasta que aspiró. El humo hincó sus raíces en las profundidades de su ser, ahí donde confluían todas sus historias, y se abrió paso hasta resurgir por sobre su cabeza. El heroísmo se volvió soberbia, la llamada a la aventura una traición a sus orígenes, los años de cambio y evolución una muestra de su indecisión y cobardía. El proceso marchitaba su interior y no conducía a ningún lado salvo a la evidente certeza de su propia inutilidad. Por sobre su deterioro, el Intrépido Aventurero vislumbró el brillo de otra estrella, y su sentido traspasó cualquier conocimiento astronómico.
—Cambio.
Se dejó caer y aterrizó como un animal herido de muerte por fuera de la columna de humo. Volver a respirar el aire húmedo y superficial del cielo le dolió tanto o más que haber dejado entrar las exhumaciones de aquella chimenea. Las estrellas reaparecieron, pero el humo, no más denso que el de una hoguera al amanecer, se filtraba y cubría el firmamento por encima de cualquier nube. Con su cuerpo derruido, el Peregrino se asomó al borde para ver el mundo bajo sus pies. Contempló la corrupción, el engaño y la desconfianza a medida que se expandían y oscurecían la tierra. Vio a la vida, la muerte y la eternidad rondar en su baile atemporal, pulverizando la creación para fabricar con ella nuevas cosas. Se vio a si mismo formar parte de ese ciclo, y vio partículas de su ser en infinidad de anhelos, buenas y malas decisiones, miedos infundados, vergüenzas y destinos; el negro huracán del cambio había desintegrado su origen, lo había transformado en la confluencia de todos los viajeros con o sin destino, había encontrado en su historia un hilo que unía infinidad de vidas.
—Esta es tu respuesta, Desertor, aquí vive tu inquietud. Nuestros nombres y rostros pertenecen a quienes nos buscan, pero no es eso lo que somos. Míranos, estamos ahí donde quieras posar tus ojos: la suma de lo que inspiramos a hacer, el conjunto esparcido e irreconciliable de lo que representamos en el mundo, las fuerzas imperantes de aquello que los mortales dejan aún al morir. Nada es eterno, ni siquiera el ciclo de la vida, pero los dioses nacen y mueren de otras formas. Tú has tenido suficiente, que la eternidad sea tu última vuelta en esta rueda.
Como si sus oídos se abrieran por primera vez, un temblor atravesó sus pies hasta hacer eco en su cráneo. Las últimas palabras no fueron tanto una orden como una afirmación, un hecho ineludible que se hacía realidad al ser reflejado en el firmamento. A la misma velocidad que su condena, un espasmo oscuro del mismo centro de la creación expulsó su existencia de la materia que lo llevó hasta la cima del mundo. Volviendo de su letargo, la roca incandescente se escupió a si misma, elevándose el humo en un nuevo impulso vital. Para cuando el calor alcanzó el cuerpo del Eterno Errante, ya no había nada que ardiera.
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