Los días que sabían a hogar

Nunca volví a ser tan feliz como cuando la abuela me cocinaba. Y eso que intenté, que seguí sus recetas al pie de la letra, que compré los mismos ingredientes y repetí sus movimientos con precisión. Pero el sabor nunca fue el mismo. O quizás sí, pero yo ya no era la misma.

Nunca volví a ser tan feliz como cuando llegaba del colegio y merendaba viendo la tele. Y eso que todavía lo hago, que el ritual sigue intacto: la taza, las galletitas, la pantalla prendida. Pero ya no hay esa satisfacción tibia, esa sensación de hogar absoluto. Ahora hay un vacío que se cuela entre los sorbos, un deje amargo que no estaba antes.

Nunca volví a ser tan feliz como cuando vi mis series favoritas por primera vez. Y eso que sigo volviendo a ellas cuando me siento triste, cuando necesito refugiarme en lo que ya conozco. Pero la saciedad de plenitud ya no es la misma. Son las mismas escenas, los mismos diálogos, pero ahora siento que las veo desde afuera, como una espectadora de lo que alguna vez me hizo feliz.

Nunca volví a ser feliz. O quizás sí, pero no de la misma manera. Y a veces, en noches como esta, me pregunto si alguna vez lo seré otra vez.