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Los cristales del destino

Oct 14, 2024

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Los cristales del destino
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Grandiosas habían sido las palabras que sus oídos escucharon de la voz de centenares de bocas. Aquellas palabras prometían el poder último y definitivo; prometían el libre albedrío sin la consecuencia de la más pesada condena; prometían la completa insurgencia de los valores y de la moral, la desobediencia de los votos y los códigos. Había escuchado a mares voces que prometían la divinidad sobre la palma de las manos.

Distantes, por el largo túnel, alcanzaban a verse los incontables tintineos del que parecía ser el nuevo oro; las luces míticas del destino.

Las perforantes gotas subterráneas orquestaban ecos escabrosos en la profundidad de aquella cueva inhóspita y vacía de vida; su piedra estaba tallada de manera inmaculada. Su interior era estéril, nada vivo crecía dentro de ella.

Los muros de sus túneles, embellecidos con un cincelado incomparablemente majestuoso, mostraban pequeños canales tallados por la maestría de la más oscura y antigua de las artes, como tallados por aquellos que han concretado el bien sabido inalcanzable conocimiento del arte.

A medida que el visitante caminaba, los canales escurrían cada vez más el color del rojo abominable, el aire subterráneo se impregnaba del olor del hierro y se adhería a las rosas y tiernas mucosas de la boca como sanguijuelas hambrientas.

La cámara última de la cueva, luminosa, resguardaba los cristales del destino; sabias reliquias inertes que hablaban su propio idioma, con luces en su interior adiamantado que estallaban con los colores del universo.

La cámara lumínica parecía no tener fin alguno. Galerías líticas e irregulares se extendían interminablemente por el tracto oscuro de la cueva.

Todo cristal estaba unido a un ser vivo existente y andante del mundo, atado a la complejidad y abstracción de su ser. No había cristal sin ser, ni ser sin cristal. La infinidad de la voraz galería pretendía dar lugar a cristales para todo ser consecuente y próximo a existir en la historia de la vida. Aspiraba a ser, por sí misma, eterna infinita.

Al pasar cerca de los cristales, las luces de estos se agitaban rebotando inquietas dentro de sus núcleos, iluminando arcoíris irreconocibles a su alrededor. La inquietud de las chispas no era de naturaleza azarosa, pues dentro de los núcleos de los cristales, las magnificas luces tejían cuerpos y estructuraban figuras; formulaban detalladamente los grávidos pasados y los inciertos futuros y los implacables presentes. Contaban con luz las historias más antiguas, las certezas más precisas y una infinidad de acontecimientos no acaecidos.

Los cristales eran bellos por sí mismos, y su contenido realzaba aún más la magnitud de su inexplicable y desconcertante belleza. Sin embargo, el poder que poseían debía ser temido.

Jamás habrían de ser arrancados de su fuente. Estaban destinados, irónicamente, a pesar de su virtud, a permanecer por siempre, en la abismal cavidad rocosa de aquella cueva impenetrable.

La cueva podía respirar; generaba en su interior corrientes de aire frías, densas y profundas que la atravesaban como el aire frío atraviesa los pulmones. Babeaba también, lubricando su interior, con agua, en su mayoría, o con sustancias de aspectos viscosos y babosos de aromas intoxicantes. Sentía; al tacto de sus ásperas paredes ruidos extraños y atemorizantes se volvían audibles desde sus profundidades y  aquel que escuchaba era incapaz de distinguir si se trataban de sollozos, gemidos dolientes o el sonido de una perversa satisfacción. Y, peligrosamente, la cueva pensaba; era completa dueña de su propio juicio; sabía esconderse de aquellos que no merecían verla, de todos aquellos que no habían arrebatado la vida. Dejaba ver su boca majestuosa, su entrada legendaria, únicamente a aquellos que cargaban el peso inmundo de tener sangre en las manos. La cueva, no obstante, no juzgaba razones, solo cantidades. Así, abría sus puertas y le daba paso a visitantes asesinos y, con cada paso de estos, ella contaba pacientemente todos los muertos que estos cargaban consigo; y a la luz de su inequívoca cuenta, su interior sangraba, atiborrando los canales de sus muros con el rojo abominable.

Los canales tallados en la piedra de los muros seguían su camino por el suelo dentro de la cámara de la galería de cristales, hasta llegar a un ligero desnivel; una desembocadura de ríos rojos y corrientes sangrientas. La cámara debía cubrir de sangre su suelo traicionero, por obra misma del visitante, para que las galerías se le fueran reveladas a este; de otro modo, aquel, cuyo deseo fuera espectar sus adentros, deambularía en oscuridades siniestras, tan inhóspitas como la cueva misma, reviviendo sus peores miedos en la oscura habitación sin fin y sin ruido.

El visitante, sin embargo, había conseguido revelar cientos de cristales ya, y mientras sus suelas chapoteaban en la sangre opaca, comprendió que, en medida para ver más cristales, por los canales de la cueva más sangre tendría que correr.

La cueva, además de sabia, era obediente; pero solo rendía pleitesía a quienes fueran sus creadores y a todos sus descendientes y semejantes; sus puertas se abrirían sin vacilar, ante sus antiquísimos creadores. Solo ellos, quienes la habían cincelado, conocían su invisible paradero. Y aquellos mortales, malditos con el conocimiento de su existencia, no tenían más remedio que buscarla incesantemente, entregando el resto de sus días a encontrarla.

El  olor a hierro cada vez era menor, el interior de la boca del visitante se veía cada vez menos irritado por la adherencia sanguijuélica del férreo aroma. Se percataba, mientras avanzaba por las galerías iluminadas, que a pesar de la luz de los cristales ya descubiertos, la oscuridad cubría todavía dimensiones que le costaba trabajo mesurar. Grande fue su sorpresa, pese a ello, cuando observó el tintineo de una única luz en lo profundo de esas indimensionables negruras. Llamó tanto su atención que lo desvió temporalmente de los demás cristales. Aquella luz, parpadeaba y tintineaba con colores íntimamente reconocibles para él, su memoria los abrazaba como se abrazan los añorados y atesorados recuerdos después de haberse perdido por años; con el encéfalo encandilado, el visitante avanzó hacía la luz.

Mientras cruzaba la sobrecogedora oscuridad, su mente se relamía con planes temibles. Bajo su mano, a sus meros pies, yacían los destinos de todos los seres vivientes habidos y por haber, y también los de los aún inexistentes. Los cristales de aquella cueva sombría y helada, le concederían el poder de moldear los destinos, de conocer fielmente los pasados y controlar por completo los presentes; incluyendo el suyo propio.

La luz de aquel cristal que explotaba inquieto todos sus colores se veía cada vez más cerca; pero por momentos, extrañamente, parecía que, al avanzar entre tal oscuridad, el tiempo se detenía; su cuerpo se movía, sus pies avanzaban, pero el cristal permanecía distante, como si no hubiera avanzado en lo absoluto. Mientras, el cristal solitario lo llamaba, lo seducía con dichosas promesas, lo atraía con un canto que solo él entendía; el canto de todos los seres de su vida, el canto de su propio llanto al momento de nacer, el canto de su madre, el canto de su padre, el canto de su hermano, el canto del humano, el canto de su especie. Su propia voz emanaba desde aquella lejanía, que era inmensa y al mismo tiempo diminuta.

Cuando el visitante estuvo frente al cristal, no pudo conciliar la noción del tiempo. Había caminado días, o semanas, o un mes, o un año, o toda una vida; no lo sabía. Lo único que tenía por certeza era la presencia del cristal justo frente a él. Acercó los ojos a su luz y observó su propia vida acontecer dentro del núcleo. Las luces se entrelazaban edificando las imágenes de su pasado y, sin saber de nuevo cuánto tiempo había pasado, tuvo la dicha de ver su vida correr ante sus ojos dentro de aquel cristal. El placer de ver y atestiguar el color de aquellas luces era mayor que ningún otro. Convertía la curiosidad en algo embriagante, en rayos de luz que abrazaban al visitante espectador con la fuerza de un millar de almas.

La luz del cristal se volvía cada vez más intensa a medida que su proyección se acercaba al momento exacto en el que el visitante vivía; el preciso instante en el que él mismo veía su vida pasar dentro del núcleo de un cristal magnífico. Sus ojos empezaban a cegarse por la intensidad de la luz, sus globos le dolían desde lo mas profundo al enfrentarse a tanto brillo; la luz perforaba, no solo sus ojos, sino también su alma; y le dolía, pero se rehusaba a dejar de mirar, pues así como dolía, el esplendor lo extasiaba, elevaba las corrientes de su cuerpo, cada vez más, a un máximo placer.

El interior del cristal, por fin, recorriendo los momentos más recientes de su vida, le mostró ese preciso momento; y como un reflejo, le mostraba un presente exacto, un presente infalible e incorregible, honesto y puro. Se veía a sí mismo observando su propio cristal, el cristal que le pertenecía; aquel con el que estaba unido universalmente. El fulgor de este dejó de ascender y permaneció estable, y el visitante acercó su mirada a la infinita profundidad del núcleo para verse interminablemente observando su cristal.

Lo había encontrado, había encontrado su cristal: su destino; pues había sido el único cristal que le había mostrado su pasado y su presente; y ahora, anhelaba por su futuro. Sediento de conocimiento y poder, tomó el cristal y su luz palpitó intensamente una única vez. Utilizó toda la fuerza que tenía y arrancó el cristal de la piedra, separándolo de la cueva: de su fuente, y al hacerlo, su luz palpitó una segunda vez, tan intensamente como la primera. Y así, ya en sus manos, con un brillo inhumano en sus ojos, deseó ver su futuro.

Las luces de los cristales que había dejado atrás, habían desaparecido. Aún con la luz de su propio destino en las manos, buscó sin éxito la salida con la mirada y lo único que esta encontraba era oscuridad. La cueva había terminado de contar, el rojo abominable no había sido suficiente; la cueva le negaba la vista, le negaba la luz. Desesperado, observó la de su cristal y esta se fue desvaneciendo frente a sus ojos, como una densa niebla negra en su interior, cubrió su reflejo en tinieblas; la luminiscencia del cristal desapareció y, falto de vida y propósito, se apagó, muriendo ennegrecido. El visitante quedó completamente perdido en la oscuridad, donde enfrentaría eternamente su propio fracaso, vagaría ciego y sin rumbo por el abismo horizontal de la cueva devoradora, sin morir nunca; caminaría sin fin, destinado a enfrentar la muerte de su mismo y propio destino.

Alonso García

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