Hace dos días más o menos, decidí finalmente desinstalar mis redes sociales del celu. Veces anteriores había intentado algo similar, pero salí de las aplicaciones solamente para ingresar desde el navegador, que era mucho peor pues la pantalla agrandada daba más lugar a la dispersión que antes. Ahora, iba a hacer algo similar, pero tuve la lucidez suficiente para no ceder ante estas filtraciones, y me apresuré a cerrar sesión desde el navegador, muy rápido para no pensar en nada, para no meditarlo y tal vez dudar.
Apenas lo hice, los momentos que precedieron, me ayudaron, por fortuna del azar, a mantenerme ocupado y no intentar ingresar. Eso fue a las nueve de la mañana aproximadamente. Al mediodía, estando en el trabajo, bajé a comer, y una simple mirada al resto me hizo rescatarme de hacer lo que ellos, de ser autómatas cibernéticos, de comer sin estar. Comí viendo la comida, sintiendo cada estocada del tenedor, cada sonido que la mordedura trituraba, e intentando de a ratos mirar al resto, alienados, para no sentir tentación de ceder a la pantalla que en mi bolsillo cargaba. Terminada la comida, tomé agua, y desde el fondo del vaso de vidrio, se transparentaban los restos de comida. Pensé si eso, tal vez, podía llamarse pantalla. Era un vidrio que proyectaba algo que en realidad no existía, es decir un pequeño platito deforme y no redondo, con restos de comida inidentificables. Pensé que ya estaba delirando, y lo dejé ahí. Agarré mis cosas, y sin decir provecho al irme, pero sí al llegar, me levanté de la mesa y lavé mi plato. Al baño pasé para enjuagarme la boca de los probables, y posibles, sino seguros, restos de comida que quedaron incrustados en los rincones más recónditos de mi boca. Dado por hecho, salí al patio a tomar sol como siempre. Unos minutitos siempre es bueno, por lo que leí, le da a entender al cuerpo, ese ente que tenemos tan disociado, que es de día y que debemos estar alerta porque los peligros acechan, o, en este caso, los quehaceres abundan.
Cuando salí, la única que estaba, sentada a la sombra, era Ori. Celular en mano, vista en pantalla, me devolvió el saludo cordial. Me senté en la luz, justo al lado de una sombra pequeña, y dejé allí lo que tenía en mis bolsillos, a fin de que no me incomodaran la posición. Cerré los ojos, y con los brazos apoyados sobre las piernas flexionadas, estirados, elevé la cara hacia el sol. Respiré. El silencio imaginario que brindan los sonidos de ciudad superpuestos, se vio rasgado por un sonido uniforme, una voz de hombre, voz de video, que se instaló en el mediodía. De algo se quejaba. Elegí ignorarlo en la medida de mis posibilidades.
El chirrido de la bisagra de la puerta mosquitero, me advirtió que el silencio no volvería, y con calma lo acepté. No abrí los ojos para ver, porque las voces ya me lo mostrarían. De igual manera no me importaba quien fuese, no tenía motivos para modificar mi actuar, por lo que esperé que las ondas sonoras me llegaran con sus tonos propios y mi cerebro haga su magia de reconocimiento. Eran Yani y Luciana. Abrí los ojos solo para confirmarlo. Se pararon cerca de Ori, a la sombra, y hablaron de trivialidades. Luego Luciana se sentó al lado de Ori, Yani volvió a entrar y salió Thiago. Él se sentó a la sombra, por lo que quedamos los cuatro. Ya no me acuerdo qué tema entablamos los tres, sacando a Luciana que como siempre estaba más alienada que el resto, hasta que no pudo soportar su exclusión autoimpuesta y su falta de protagonismo, por lo que se sacudió violentamente y todos nos quedamos viéndola «Me pasó un bicho cerca». Retornamos a la conversación, y Luciana se puso a escuchar un audio un poco fuerte, y con cara de congoja. El reclamo era evidente. Ella estaba triste, y por eso teníamos que relegar cualquier tópico que eclipsara su malestar, es decir, a ella. No podía permitir que el resto existiera sin ella, que no fuese el centro de atención, el nexo por el cual el resto se interconectara. El audio dejó salir la voz de una mujer triste, casi llorando, y ella con la cara como si hubiese chupado limón, no decía nada, pero su expresión era más simple, más obvia: quería que le preguntaran. Yo, que ya viví estos episodios, y que después de meditarlo largo rato, resolví que no era amigo de nadie, decidí por hacer oídos sordos y dejar que Ori, que era en teoría su amiga, se ocupara de eso, y pasé a joder con Thiago. Fue un rato nomás, puesto que cuando lo hacía, notaba que Luciana nos atravesaba con la mirada, como pidiendo consuelo, sin poder creer que el resto pudiera entablar conversación sin tenerla de por medio. Thiago, que era el primo, por cierto bastante despierto, entendió el gesto, y para no empeorar la cosa, decidió él también alienarse. Así finalizó cualquier intento de charla con los compañeros en ese día. Cuando las gotas de sudor, producto del sol, se formaron en mi pecho, me levanté y volví a la oficina.

Elias Vega
voy de extremo a extremo evitando tropezar por completo / el equilibrio es sólo una pequeña parte del proceso
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