Hay una aceptación que llega como un golpe suave, como una caricia mal dada. No es que un día uno se despierte y diga "estoy triste", más bien uno se resigna, baja los hombros y acepta el peso de la vida. Hoy acepto, más bien, que estoy deprimido. Acepto que mi cuerpo ya no es lo que era, que la balanza me marca un número que no quiero ver, que mi cabeza tiene cada vez menos pelos y que mi mirada se apaga ante casi cualquier cosa. Lo social... ni hablemos de lo social, eso es ya un barco hundido.
Me cuesta, aunque quizás debería decir me duele, describir la inutilidad que siento en todo. Ayer, Z —mi esposa— me lo recordó. En la sala de espera de un hospital, donde uno siempre parece estar esperando algo más que un turno, me lo dijo: "inútil", así, como quien lanza una piedra, y luego el tiro de gracia: "no servís para nada". Y ahí me quedé, paralizado, como si el mundo se hubiera detenido por un segundo. Se me llenan los ojos de lágrimas mientras escribo esto, y es terrible la imagen que siento que doy al otro. Mucha es la vergüenza que me genera suponer lo que los demás piensan de mí, lo que ven en este cuerpo que ya no reconozco.
Me veo a mí mismo repitiendo la misma rutina, usando la misma ropa que cada vez me ajusta más, descuidando mi aspecto, mi higiene, todo. Y lo peor es que uno lo normaliza, lo convierte en parte del paisaje. “Mañana arranco”, me miento una y otra vez, como si el día siguiente fuera un refugio que me salvara de la mediocridad de hoy. Pero fallo, siempre fallo, y cada derrota es un mazazo más que me deja temblando en las rodillas.
Y me pregunto, con ese tono íntimo que uno usa en las conversaciones más duras consigo mismo: ¿cuándo fue que me deprimí? ¿Cuándo fue que dejé de pedir ayuda porque no supe cómo? Tal vez nunca tuve a quién pedírsela. Mi familia... no, a ellos no. Años tratando de ser el hijo aceptado, buscando un reconocimiento que nunca llegó, que nunca alcanzaba. Odié la espera, odié el silencio.
Recuerdo dos momentos, dos fotos mentales donde comenzó la debacle: el día que dejé de hacer la cama, como si aquel gesto de orden fuera el último refugio de mi humanidad, y cuando mi rendimiento en la Universidad se desplomó. Esos dos eventos marcaron un antes y un después, como si algo dentro de mí hubiera decidido que ya no valía la pena seguir luchando.
Y luego, claro, está O. El rechazo de O fue el golpe final. Ella no era de la ciudad, venía de un pueblo cercano, pero se convirtió en mi refugio, mi escape, mi aire. Nos veíamos casi siempre, y me gustaba pasar tiempo con ella. Había algo en su presencia que calmaba el ruido dentro de mí, hasta que lo eché todo a perder diciéndole lo que sentía. Fue entonces que comenzó otro hábito, más patético quizás: pasar por la calle Zelarrayán, levantar la vista y ver si la persiana de su habitación estaba levantada. Si lo estaba, ella estaba ahí, y mi corazón se aceleraba un poco, aunque ya no había motivos para ello.
Han pasado los años. Sé que O es feliz en el Sur con su familia, pero cada vez que regreso a esta ciudad que es más un museo de recuerdos que un lugar donde vivo, sigo pasando por Zelarrayán. Sigo levantando la cabeza para ver si la persiana está arriba. Es un ritual sin sentido, una especie de acto de fe inútil, pero a veces, solo a veces, me da una excusa para seguir caminando.
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