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Los accidentes pasan...

Jul 10, 2025

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Los accidentes pasan...
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Nunca entendí por qué me gustaba tanto trabajar.

No era por la plata, no era por crecer. Era otra cosa. Estar en el kiosco me daba un tipo raro de paz. Ver entrar y salir gente sin que nadie se quede. Como si todo lo que dolía se pudiera reemplazar por una conversación de paso y el ruido del papel de golosina abriéndose.

Mi esposa me odiaba un poco por eso. Me quería, pero no lo entendía. Teníamos peleas suaves, de esas que se cuelan entre los mates de la tarde. Me decía: “te vas a morir en ese kiosco”. Y yo pensaba: “¿y vos de qué te vas a morir, si yo no estoy?”

Un año después, se murió.

Un accidente. Una avenida, un semáforo, un cruce, un auto que no frenó.

La noticia llegó mientras reponía paquetes de galletitas. Tiré todo al suelo. Corrí, llegué. Ella todavía estaba viva cuando me arrodillé a su lado. Le temblaban los ojos. No dijo nada. Pero yo sí: “Estoy acá, mi amor, estoy acá.”

Y ahí lo vi, el que bajó del auto. El que la mató, lo conocía.

No de nombre. Lo conocía de los martes, los jueves, los domingos por la tarde.

Era el marido de ella.

De la mujer con la que me estaba enamorando a escondidas.

La conocí como se conoce lo prohibido: de a poco, con culpa y adrenalina. Venía al kiosco a comprar cigarrillos. Me preguntaba cosas que no importaban. Yo respondía con más atención de la necesaria. Me gustaba cómo se acomodaba el pelo detrás de la oreja. Me gustaba que no supiera cuánto me gustaba.

Un día me dijo:

—¿Tenés cambio de mil?

Le dije que sí.

Le dije que si no tenía, se lo buscaba igual.

Y se rió.

Me enamoré.

Tuvimos un año.

Uno solo.

De encuentros breves, pero reales.

Yo no sabía que su marido era así.

Ella tenía miedo, pero no hablaba. Me decía que quería irse, que quería otra vida. Pero cuando hablábamos de dejar nuestras casas, temblaba.

Después vino el choque.

Mi mujer en el asfalto.

El marido de ella saliendo del auto con el celular en la mano.

Y ella, mi amante, que llegó al hospital y me abrazó.

Me dijo: “No sé cómo decirte esto”.

Y no tuvo que decir nada más.

Yo ya sabía.

Ese fue el día que algo adentro mío cambió de forma para siempre.

Nunca la culpé. No al principio.

La seguí viendo. No sabía para qué. No podíamos seguir, pero tampoco podía dejarla.

Y cuando por fin me dijo que se iba a separar, algo en mí hizo clic.

Me sentí traicionado. No por ella, por el universo.

El hijo de puta que mató a mi esposa, el que le quitó todo el sentido a mi rutina, era el mismo que compartía cama con la mujer que yo amaba.

Era demasiado perfecto para ser coincidencia.

Y entonces supe que no podía dejarlo así.

No podía perdonarla por amarlo, por dormir al lado del tipo que me arruinó.

No podía perdonarme por no haber hecho nada.

Una noche entré a su casa.

Era fácil, conocía los tiempos.

Él cortaba pan.

Ella servía vino.

Yo respiraba por la boca.

No dije nada.

No grité.

No lloré.

Apunté.

Y disparé.

A la frente.

Un solo tiro.

No para él. Para ella.

Cayó con los ojos abiertos.

No se cubrió la cara.

No gritó.

Me miró.

Como si ya supiera.

Él se quedó quieto.

La sangre manchó el mantel.

El vino se volcó.

Yo me fui caminando.

A veces vuelvo al kiosco. Me quedo sentado en la trastienda. Miro por la cortina de cuentas y pienso en todo lo que se movió para que yo terminara ahí. Lo que me quedó no fue amor, no fue culpa, no fue justicia. Lo que me quedó fue una especie de vacío tan absoluto que a veces parece paz.

Y eso, supongo, es lo más parecido al castigo que voy a tener. Aunque a veces, cuando cierro los ojos, me vuelvo a ver ahí. En ese comedor, con ella ya tendida. Y él, sentado todavía.

Mirándome.

El pan entre las manos.

El miedo en los ojos.

Y yo, aún con una bala.

Marcelo Bebyh

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