Lo que veo cada mañana
Jul 12, 2024
Cada mañana veo personas, cada mañana me ven atentamente mientras ellos mismos se ven. Es la rutina común para mí: la cercanía de cada mañana previa al trabajo donde uno se quita las lagañas de los ojos, esos momentos de maquillarse o peinarse, acomodarse la corbata, revisar los huecos en la ropa, comprenderán quién soy si les digo eso.
Cada mañana los espero parado frente a las escaleras, sé muy bien que seré lo primero que vean una vez toquen el piso. Posteriormente, prenderán las luces para permitirme trabajar con todo mi esplendor. Identifico a cada uno en esta familia: sus rostros, los suaves granos en sus mejillas, los lunares en el cuello, cada corte de pelo, los distintos estilos que atraviesan.
Cada mañana reconozco al instante en qué temporada se encuentran; cuando es verano empiezan las blusas, los habituales sudores en la frente; en invierno van por las bufandas sobre los hombros, la ropa hasta la nariz, la tímida exposición de los ojos y las manos moradas; el otoño y la primavera son invisibles para mí. También me doy algunos lujos: me percato de las pulseras de amistad quienes van cambiando de color, los dientes caer y crecer, pero de todos ellos, quien más me impresiona siempre es aquel silencioso, casi diminuto en apariencia pero tan significativo cambio en la mirada de la gente. Verán, mucha gente tiene miradas como las flores: fuertes, decididas, determinadas en verano, pero conforme se acercan al invierno se van apagando, van reduciendo su tan bello esplendor hasta los primeros días de julio, donde ya la mirada es oscura, reluciente en su propia negrura como lo sería la bola 8 del pool ¿Será que quizás los humanos son más parecidos de lo que creen a sus primos lejanos en el árbol de la vida? Quizás ellos también conservan su brillo unos cuantos meses, preparándose gradualmente para las dificultades de la vida, para los meses oscuros donde sabrán ellos que muy difícilmente vivirán, donde sueñan con vislumbrar una vez más la tan bella iluminación de un cálido día de sol, solo que el sol de la humanidad es la más bella y pura felicidad, incomprensible en la existencia de cualquier otra vida, no importa si es animal o vegetal.
Cada mañana me sorprendo ante la indiferencia de una figura en especial: un chico, sí, uno joven como los de la edad donde más tienen que madurar, no en cuerpo, sino en mente. Distingo entre el deber y la verdad, pues muchas veces es conveniente la madurez y esta nunca llega, mientras que muchas otras veces se avecina cuando menos se la necesita. No sabría definir a este individuo, me justificaría en base a lo enigmático que podría resultar todo lo que observo en él, mas es una razón mucho más simple, quizás un tanto humillante: aquel chico nunca se ve a sí mismo. Pasa por delante de su reflejo sin echar ni siquiera el más mínimo de atención, casi como si lo evadiera o lo ignorara. Mas no es esa evasión típica de la inseguridad, donde se ve y no se quiere: aquí no se ve, en lo absoluto se para a fijarse en un mínimo cómo es su apariencia al despertar. Yo solo puedo preguntarme entonces ¿Podrá existir alguien tan desalmado, desinteresado? ¿Cómo planea alguien vivir si ni siquiera sabe qué está vivo? ¿Qué hará cuando llegue el tan aclamado día donde se vea y se dé cuenta de su absoluta negligencia, de que está muerto en vida? No lo soporto, por supuesto que no soporto pensar que alguien crea estar vivo sin fijarse en lo absoluto si lo está. Es como desconocerse a uno mismo, como ser ciego, sordo y falto de tacto: ¿Qué te asegura que existes en esas condiciones?
Cada mañana acostumbraba odiarlo, hasta que una noche en vela pude conocer cómo es que aquel joven cumple su tarea de verificar su existencia en el mundo. Él se encontraba paseando sin rumbo por la casa, nadie podía identificar qué hacía realmente o qué pensaba. Sin previo aviso, empezó a cantar, solo que al instante se dio cuenta que su voz no era la de un cantante, y entonces empezó a relatar. Contaba cuentos como cantarían cantores cantábricos callando cargas. Quizás así es como cantaba él: una singular forma de música, una que no rima, pero resuena en las más profundas arboledas del bosque anímico. Me sentí mal en ese momento, lloraba pequeñas gotas de humedad, pues sentí que juzgaba a alguien que ni siquiera conocía. Podía observar, analizar y contemplar a alguien por meses, años y ni siquiera haberme comprometido realmente a conocer un poco de la verdadera esencia de esa persona.
Cada mañana reflexionaba al verlo relatar en las noches donde la luna podía iluminar las calles por la ventana: quizás él siempre hizo eso y fui yo, distraído, quien nunca me fijé en su tan bello cantar. Quizás notó mi presencia y mis pensamientos sobre él y por eso me concedió el bien de verlo como realmente era. Una tarde, una donde el sol golpeaba fuerte contra las ventanas, lo vi bajar tímidamente por las escaleras. Primero se fijó en sus piernas, estaba viendo al espejo fijamente. Movía las piernas e intentaba procesar la situación, como un bebé aprendiendo a caminar. De repente bajó un poco más, a donde se ubicaría más o menos su vientre. Creo que ahí entendí la situación: estaba usando una falda. Iba bajando de a poco, fijándose en cada pequeño trazo del vestido que usaba. Estaba encantado con cada pequeño trazo de los tallos verdes de las flores, del fuerte amarillo, rojo, rosa o azul en cada uno de sus pétalos, de la fuerza en sus formas y en las interacciones de cada una de ellas en el blanco de la tela: aquel chico estaba fascinado por ese vestido. Una vez bajó, empezó a moverse tiernamente mientras no sacaba su vista del espejo: no quería perderse ninguno de sus movimientos. Creo que aquella persona sabía por su voz que existía, pero únicamente en aquellos momentos de dulce albor podía saber que existía gracias al espejo; esta, era insuperablemente, su existencia, una que ningún reflejo mañanero podía replicar en su visión personal. En ese momento me di cuenta de cuán ciego había sido, nunca me fijé detenidamente en su mirada: no era una exclusivamente feliz, como acostumbraba la gente cuando florecía su vida, pero tampoco una precisamente triste, como la de la gente que se moría lentamente. En su rostro identificaba una reacción neutral, mejor dicho, una expresión mixta; una que podía estar feliz por su imagen al espejo, y triste pues sabía que muy probablemente nunca más volvería a ver su reflejo de esa manera. Pude identificar, entonces, que aquel día era uno de primavera, pues quien tenía en frente se encontraba en un momento de florecimiento, pero a la vez de muerte interna, de tristeza y de felicidad en uno solo. Yo también estaba en primavera, entonces, floreciendo junto a las personas que veía, creciendo de forma discreta como aquel vestido frente al espejo. Quizás creí que únicamente los reflejos eran apariencias, cuando son emociones quienes también chocan contra los objetos, contra la gente y su entorno. Por primera vez, vi aquello que creía invisible, y lo vi con solo verle a los ojos a quien se estaba mirando a sí mísmo en su reflejo.
Cada mañana te veo,
flor, tú nunca mueres.
Pero creo que en este paseo,
recién hoy entiendo tu gimoteo,
entiendo quién eres,
recién hoy te conozco.
Ivo Maller
Escritor argentino de 17 años de edad, me gusta profundizar en ideas específicas y la ciencia ficción
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