Era viernes. Uno de esos que se estiran como un chicle, donde el trabajo sigue por inercia y la oficina se va vaciando sin apuro. Quedaban los de siempre: los que no tienen planes, los que prefieren el zumbido de las computadoras al silencio del departamento.
Martín, el nuevo del área legal, contaba una anécdota de un asado familiar. Estaba en plena imitación de un cuñado exaltado cuando dijo:
-...y ahí salta Giavedoni, como siempre, a los gritos. Es un clásico.
Bruno levantó la vista.
-¿Marcos Giavedoni?
Martín asintió.
-Sí, es mi cuñado. ¿Lo conocés?
Bruno dudó apenas.
-Tenía un amigo con ese nombre cuando era chico. Vivíamos en Río Gallegos, íbamos juntos a la primaria.
Martín lo miró con una ceja levantada.
-Es él entonces. Marcos es de Río Gallegos también. Se vino a Córdoba hace unos años por laburo.
Bruno se quedó callado. Apoyó una mano sobre la mesa, casi sin darse cuenta.
-Mirá-dijo Martín, ya sacando el celular-. Capaz te suena. En Instagram no usa su nombre real, por eso si lo buscaste alguna vez no lo habrás encontrado.
Le mostró una foto. Marcos, en una sierra, con una nena subida a los hombros. Él con barba, gorro de lana y una sonrisa distinta. No era la misma que Bruno recordaba, pero había algo que seguía ahí. Algo en los ojos, en la forma de mirar.
-Es él- dijo en voz baja.
No pidió el perfil. No preguntó más. Pero Martín se lo pasó igual.
Bruno no lo abrió enseguida. Apoyó el celular boca abajo sobre el escritorio y se quedó mirando la pantalla del monitor, aunque ya no veía nada.
En su cabeza apareció una fecha precisa: 2007. El año en que se había ido a estudiar a Córdoba.
Marcos seguía en Río Gallegos, terminando la secundaria. Se seguían escribiendo al principio, con esos mensajes de texto cortos que entraban en una sola pantalla. A veces se llamaban, aunque duraba poco: la señal era mala, o no tenían crédito.
Después, Marcos empezó a tardar más en contestar. A veces no respondía. Y Bruno dejó de insistir. No hubo un corte claro. Solo esa mezcla de distancia, rutina y silencio que se acumula sin que nadie la note.
Años después, cuando Facebook se volvió algo común, Bruno lo buscó. No lo encontró. Lo intentó también en Instagram, en Twitter. Nada. O estaba con otro nombre, o simplemente no estaba.
Lo intentó algunas veces más, cada vez con menos fe. Como si buscarlo fuera más un gesto para sí mismo que un intento real de encontrarlo.
Lo último que supo fue por una tía: que los padres de Marcos se habían separado. Que habian vendido la casa. Que ya no quedaba nadie allá.
Desde entonces, no lo volvió a pensar tan seguido. Solo de vez en cuando, cuando volvía al sur en las fiestas y pasaba por esa cuadra vacía, esa casa que ahora tenía rejas nuevas, pintura distinta, y una familia desconocida adentro.
Más tarde, en su departamento, Bruno abrió el perfil. Esta vez no dudó tanto. Le dio a "seguir".
No volvió a pensarlo hasta entrada la noche. Marcos había aceptado y le había escrito:
-¿Sos vos? ¿El Bruno de Río Gallegos?
Bruno respondió:
-El mismo.
Después de unos segundos, llegó la respuesta:
-No lo puedo creer. Hace mil años. ¿Estás en Córdoba también?
-Sí, me vine en 2007 y nunca me fui.
La conversación fluyó fácil. Un intercambio breve, pero cálido. Hablaron de la ciudad, de cómo el calor no perdonaba, de lo dificil que había sido adaptarse al principio.
Marcos le contó que vivía con su hija, que laburaba en una empresa chica de software, que ya casi no iba al centro.
-Tenemos que vernos un día de estos.
-Sí, obvio. La semana que viene, si querés. Cuando tenga a la nena con su mamá te aviso y armamos.
-Dale, me encantaría.
Bruno leyó ese "me encantaría" más de una vez. No por buscarle segundas intenciones, sino por la simple extrañeza de estar leyéndolo después de tanto tiempo.
Esa noche no durmió enseguida. Se quedó en la cama mirando el techo, como si esperara que algo bajara de ahí.
Recordó cosas que no sabía que todavía estaban.
El olor a tierra mojada después del deshielo. El silencio compartido en el camino a la escuela. Los codos rozándose en el cine del centro, cuando iban a ver cualquier película solo para tener excusa de estar juntos.
Una vez -ahora le volvía al frío exacto de esa tarde- se habían abrazado sin razón clara, detrás del paredón del club. Ninguno dijo nada después. Ni entonces. Ni nunca.
Bruno ni siquiera se permitió pensar en eso. Lo metió en un rincón de la cabeza y lo cerró con llave.
La vida siguió. Como si no. Como si nada.
Pasaron los días. La promesa de verse seguía ahí, flotando. No se apresuraron.
Bruno, sin pensarlo demasiado, cada tanto miraba lo que Marcos subía a Instagram. Una foto en el río. Otra con la nena en el parque. Un perro viejo durmiendo al sol. Historias mudas, sin palabras, o con alguna canción de fondo.
Entre esas pausas de scroll y laburo, empezaron a aparecerle cosas.
Se acordó del pasillo entre los galpones, donde fumaban los primeros puchos a escondidas. Del vino con Sprite que se llevaron a la plaza cuando tenían quince, y que les hizo creer que ya eran grandes. De los campamentos en el fondo de lo de Marcos, con una carpa rota y latas de porotos que nunca abrían.
También de las chicas. De la que le gustaba a uno y terminó saliendo con el otro. De los comentarios después, medio en joda, medio en serio. De cómo hablaban de todo y a veces no hablaban de nada.
Y de cosas que volvían sin razón.
Como la forma en que Marcos lo empujaba siempre al cruzar la calle, con una mano en la espalda. O cómo se quedaban tirados en la vereda hasta que oscurecía, sin mirar el reloj.
O aquella vez, antes de irse, en que se abrazaron como si fuera una broma. Aunque no lo fuera.
Bruno no sabía si todo eso volvía porque iban a volver a verse. O si siempre había estado ahí, esperando el momento justo para hacerse oír.
Y cuando parecía que ya estaba, apareció otro recuerdo. Viejo, brusco, intacto.
Un partido de fútbol en el bardío, contra los de la otra cuadra. Algo que pasaba casi todos los fines de semana. Esa vez, el quilombo empezó por una patada mal cobrada. Uno de los pibes del otro equipo se le fue al humo a Marcos. Bruno se metió a separar. El empujón vino rápido. Otro lo empujó a él. Y ya estaban todos con el pecho inflado, cara a cara, listos para la piña.
No llegó a pasar. Un par los separaron a los gritos. La cosa se desinfló en insultos.
Mientras se iban, el pibe ese -el que había empezado todo- les gritó desde lejos:
-¡Si ya sabemos todos lo que son!
Nadie respondió.
Bruno solo sintió el calor subiéndole al cuello. Marcos miraba fijo al suelo, con los puños cerrados. Caminaron una cuadra en silencio. Después alguien dijo algo -sobre la pelota, sobre la vuelta- y la vida siguió.
Como si no.
Como si nada.
Al tercer día, Bruno se sorprendió imaginando cómo iba a ser ver a Marcos. No se lo proponía, simplemente aparecía: una escena armada sola, con detalles que él no elegía, pero que igual estaban.
Se veían en un bar. Uno tranquilo, con mesas de madera, sillas pesadas, algo de sol entrando por el ventanal. Marcos llegaba primero -o llegaba él, no importaba- y se saludaban como si se hubieran visto la semana pasada.
Charla liviana al principio. ¿Qué fue de tu vida?, ¿seguís hablando con alguno del colegio?, ¿cuándo viniste a Córdoba?
Despues, cerveza. Después, anécdotas.
Risas.
Una pausa larga donde ninguno hablaba, pero tampoco hacía falta.
Bruno se lo imaginaba igual que en las fotos, pero en movimiento. Sonriendo con una sola mitad de la cara. Apoyando los codos en la mesa como antes. Mirándolo fijo cuando decía algo en serio.
Él se veía relajado. Con respuestas rápidas. Ese humor que a veces le salía sin esfuerzo. Se gustaban, en ese escenario. No como un deseo, sino como algo limpio. Como cuando todo encaja y no hay que pensar demasiado.
A veces el guion cambiaba. A veces se daban un abrazo al llegar. A veces tardaban en reconocerse. A veces el bar era otro. Pero el tono era siempre el mismo: liviano, fácil, con una calidez que no se encontraba tan seguido.
Después cortaba la escena. Volvía a lo que estaba haciendo. Cerraba el cajón, volvía al trabajo, al ruido de la calle. Pero la imagen quedaba ahí, suspendida.
Como si el encuentro ya hubiera pasado una vez -aunque solo en su cabeza- y ahora solo faltara ver cuánto se parecía la realidad a lo que había imaginado.
Se vieron el jueves, después del trabajo. Marcos eligió el lugar: un bar de Alta Córdoba, tranquilo, mesas afuera, luz cálida.
Bruno llegó unos minutos antes. Se sentó, pidió agua. El bar tenía algo del que había imaginado, pero distinto. Más chico. Más ruido del fondo. El sol ya se había ido.
Cuando lo vio venir, lo reconoció enseguida. No era igual a las fotos. Tampoco distinto, Tenía algo en la forma de caminar que seguía siendo el mismo.
Se saludaron con un abrazo medio torpe, con dos palmadas rápidas en la espalda.
-Estás igual- dijo Marcos.
Bruno sonrió, sin responder.
Pidieron una cerveza. Se quedaron hablando del trabajo, de Córdoba, de lo difícil que era moverse en auto últimamente. Frases de transición, como si todavía buscaran por dónde entrar.
-¿Te acordás del almacén de la esquina de la escuela?- preguntó Marcos.
-Sí...-dijo Bruno y sonrió-. La señora nos fiaba caramelos como si fuéramos hijos. Después le pasaba la semejante cuenta a nuestros viejos y nos cagaban a pedos.
Se rieron. Fue la primera risa sincera de la noche. Después volvió el silencio.
Marcos hablaba con tono calmo, medido. Parecía otro. Tenía otra forma de estar.
Bruno lo escuchaba, asentia, pero no terminaba de encontrar el ritmo. Como si no coincidieran los tiempos.
Hubo un momento en que ambos miraron a la calle al mismo tiempo. Una moto pasó haciendo ruido.
-Río Gallegos tenía un silencio raro- dijo Bruno.
-Sí. El frío lo callaba todo- respondió Marcos.
Volvieron a quedar en silencio. Esta vez más largo. No era incómodo, pero tampoco cómodo.
La charla volvió a arrancar, se frenó, volvió a arrancar. Hablaron de la hija de Marcos, del sur, de una profesora que habían tenido.
No hablaron de lo que no sabían cómo nombrar. No hubo referencias al partido en el baldío. Ni el abrazo de despedida. Ni a los veranos en que parecían ser solo uno.
Cuando se despidieron, lo hicieron con otro abrazo. Este más breve.
-Me alegro de haberte visto- dijo Marcos.
-Yo también.
Bruno no supo si era verdad. O si bastaba.
Volvió a su casa caminando.
Sintió que algo se había cerrado. O se había quedado abierto del todo.
En su departamento, no prendió la tele. Se sacó los zapatos, dejó las llaves en la mesada, y se sirvió un vaso de agua.
Se sentó en el borde de la cama, sin sacarse la campera. No pensaba nada en particular, pero una frase se le cruzó, sin avisar:
"Así que era esto."
No con bronca.
Ni con tristeza.
Solo eso: un pensamiento seco, manso, que no necesitaba respuesta.
Había algo en Marcos que seguía ahí -los ojos, quizás, o la forma en que se reía con la cabeza inclinada-. Pero lo demás era otro mundo.
Y Bruno también.
Se quedó un rato largo mirando la ventana. Afuera, un perro ladraba a lo lejos.
Recién entonces, sin darse cuenta, se le vino encima el recuerdo del partido en el baldío.
El grito del otro chico.
La cara de Marcos.
La piedra que pateó al volver.
Se levantó, apagó la luz y se metió en la cama con ropa.
Durmió mal.
Pero al día siguiente, se despertó temprano.
Hacía calor.
Y por primera vez en varios días, no pensó en nada.
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