Extrañar a alguien es sentir un eco persistente en el alma, una melodía que resuena mucho después de que la voz se haya ido. No es solo la ausencia física; es una presencia invisible que se aferra a cada rincón de nuestro ser. Como hilos de oro, los recuerdos se tejen en el corazón, la mente y el alma, volviéndose parte de lo que somos.
Cada sonrisa, cada palabra, cada instante compartido se convierte en un ancla que nos une a esa persona, sin importar cuánto tiempo haya pasado. ¿Acaso no es curioso cómo un simple recuerdo puede despertar un universo de sensaciones, como si el tiempo no existiera? ¿Cómo el aroma de un lugar o el compás de una canción nos transporta directamente a su lado?
Así es el acto de extrañar: una danza entre la alegría de lo vivido y la melancolía de lo que ya no está. Pero en esa danza, encontramos la certeza de que el verdadero amor no se desvanece; solo se transforma en una luz interna que nos acompaña, siempre.
Y quizás sea precisamente ahí donde reside la verdadera magia de extrañar. No es solo la pena por lo que se fue, sino la profunda gratitud por lo que fue. Es reconocer que cada recuerdo, cada huella que dejaron en nosotros, nos moldeó y nos hizo quienes somos hoy. ¿Podría ser que extrañar sea, en esencia, una forma silenciosa de mantener viva la historia que compartimos, una celebración constante de que esa persona existió y habitó nuestro mundo? Al final, extrañar es, quizás, la prueba más hermosa de que el amor nunca se va del todo.
Y sin embargo, cuando las luces se apagan y el silencio se adueña de la noche, el tiempo se desvanece. Hace tiempo que su ausencia se siente como una marea inamovible, y en esas horas quietas, las imágenes y las sensaciones de ella vuelven con la misma fuerza, como si el ayer no hubiera pasado. "Nadie nos advirtió, que extrañar es el costo que tienen los buenos momentos."
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