Lo que permanece

Hay un instante -apenas un parpadeo- en que el tiempo se vuelve líquido. No corre, no avanza: se estanca, como un vaso volcado sobre el mármol frío de una cocina vacía.

Estoy en casa.

O lo que alguna vez lo fue.

La luz entra oblicua, pálida, como si ya no supiera dónde posarse. Nada brilla.

Todo está quieto.

No hay ruidos, salvo el de una ventana mal cerrada que gime con el viento.

Recorro el pasillo como si buscara algo. ¿Un objeto? ¿Un gesto? ¿Una señal de que esto todavía me pertenece?

Cada baldosa devuelve un eco que no es mío. Cada pared murmura cosas que no entiendo del todo.

Hay fotos en los estantes: una mujer riendo, un niño con los dientes torcidos, un perro que ya no recuerdo si murió o se perdió.

Todo eso ocurrió. Todo eso -pienso- me sucedió.

Pero ahora solo soy testigo.

En el cuarto de arriba, alguien duerme. Puedo oír la respiración entrecortada.

Y no sé por qué, pero me rompe.

En el baño, el espejo está empañado.

Me acerco. Me busco.

Nada.

Solo el vaho y el marco desajustado.

Entonces lo entiendo:

Soy lo que se ha ido.

Soy lo que se quedó sin cuerpo, sin sombra, sin tiempo.

No tengo frío, pero tiemblo.

No tengo ojos, pero recuerdo.

Recuerdo el olor a lluvia entrando por la ventana del verano.

Recuerdo las manos de ella en mi nuca cuando no sabía qué decir.

Recuerdo el miedo, el cansancio, la risa, el absurdo.

Recuerdo morir.

Pero no el instante exacto. No el después.

Solo esto: esta deriva sin orillas, este flotar dentro de una casa que ya no me escucha.

Abajo, suena un teléfono. Una voz responde, apenas audible:

-Sí...Sí, murió tranquilo. En casa. Rodeado de todo.

Entonces lo comprendo.

La casa no está vacía.

Soy yo quien se ha vaciado de mundo.

Y, sin embargo, todavía estoy.

Todavía amo.

Todavía espero que alguien -aunque sea por error- me nombre.