No me mires.
No así.
No con ese silencio que sabe más que los dioses.
Hay una línea en tu pecho
—la que asoma entre la tela y tu ley—
y allí,
en esa grieta del mundo,
vibra
mi exilio.
Me has enseñado tu lengua
y he querido aprender
cómo se dice
no escapar.
Cómo se pronuncia
el deseo
sin morir por dentro.
Tu voz
es una forma de tocar
sin manos.
Cuando hablas
el mundo se encoge,
como si el aire supiera
que somos
pecado.
Te pienso con la piel,
como si pudiera memorizarte
en la carne.
Como si supiera que sólo así
vas a quedarte.
No puedo tocarte.
No debo.
Pero el cuerpo
no entiende
de samuráis,
ni de castas,
ni de lenguas partidas por la mitad.
Sólo vos sabes el idioma
en que mis ojos
se arrodillan.
No hay noche que no te dibuje,
atada a mis manos,
sin una sola palabra.
El deseo es un templo
en ruinas.
pero aún quema.
¿Y si te hablara
con la boca llena de culpa?
¿Me oirías?
¿Y si te dijera
que no hay dios en mi patria
que me prohíba amarte?
Agustina.
Raquel.
En tus nombres tiemblan mi lengua
como si rezara.
El mundo entero
se sostiene entre tu pestaña
y mi impulso.
No nos rozamos.
Lo sé.
Pero ¿acaso no es este
el roce más cruel?
Tu respiración en mi oído
como una oración incompleta.
Y yo,
que he sido tantas cosas,
no sé cómo ser silencio
sin convertirme en clamor.
¿Qué parte de nosotros
está hecha de lo que no fue?
¿Qué abismo nos protege
del incendio?
Si te toco
nos condenan.
Si no te toco
yo ardo.
El amor,
aquí,
es lo que se calla.
Y sin embargo
te hablo.
Cada noche.
Cuando los muros duermen
y sólo tú sombra
me responde.

Giovanni Battista Manassero
Escribo para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano, entre el absurdo, la nostalgia y el mate bien amargo.
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