No ganamos.
No gritamos ese gol final que ya habíamos celebrado en la cabeza.
No levantamos la copa.
No nos llevamos la estrella.
No hubo fiesta después del pitazo final.
Solo abrazos desbordados de tristeza,
pasos lentos y desorientados entre basura y botellas rotas.
Pólvora que, en lugar de celebrar, parecía cargar con más tristeza el ambiente.
No fuimos campeones.
Y aún así, fuimos algo.
Fuimos espera, fe, corazonadas, rituales, canciones a todo volumen.
Fuimos promesas, mensajes nerviosos, miradas al cielo, rezos sin santo.
Lo dimos todo, hasta el último minuto, hasta el último suspiro.
Duele.
Porque aunque siempre creemos, esta vez parecía diferente.
Sentíamos que después de tanto, este iba a ser nuestro momento.
Y de repente, todo se volvió silencio.
Un grito ahogado que no encontró por dónde salir.
Pero también, en ese silencio, algo se acomoda.
Porque ser del DIM no es solo celebrar cuando se gana.
Es saber que este amor no depende de un resultado -por más que queríamos ganar-.
Así que me despido de lo que no fue.
De la estrella que no llegó, del festejo que no tuvimos.
Y abrazo todo lo que sí somos,
aunque esta vez me esté doliendo un poquito más.
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