Lloraba en el suelo frío, con mi corazón partido.
Sin vista a la ventana abierta, donde podía sentir el viento, pero no ver la luna.
Me ahogaba con todas las palabras que la vida me había obligado a tragar.
Realmente quería dejar todo ahí, en el frío, en la nostalgia de los buenos momentos y en el deseo de querer volver a vivirlos.
Agradecer por algo bueno, llorar sin que el miedo o la frustración fueran mis primeras causas.
¿Tanto le costaba al mundo darme esos segundos?
¿A mi vida dejarme descansar?
Con la mente fría, pienso que no lo hizo porque sabía que cuando hablaba de descansar, me refería a dejar de sentir mi corazón y cerrar los ojos sin pensar en el mañana.
Me quería viva.
Me dio un buen corazón, un abrazo cuando a veces lo necesitaba, pero no podía más.
La cama y sus sábanas me sostenían, me hablaron, me dijeron que ya no era necesario hacer nada… y les creí. Podía soportar la culpa de ese error pero no de todos los que me esperaban si me levantaba.
Vivir con la culpa no es fácil.
Resistir ante ese deseo tampoco lo es.
Y nadie lo sabía.
Por más indicios que diera, por más que llorara frente a ellos o que, enojada, les demostrara lo que guardaba, nadie estaba dispuesto a ayudarme.
Las estrellas, como espectadores, fingían estar para mí y, en momentos, debí darles importancia.
¿Qué tan perdida estuve…?
No sé cómo terminar esto.
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