No me gustaba la lluvia. No me gustaban las nubes húmedas que flotaban en el cielo, ni el azul grisáceo que pintaba la ciudad cuando la tormenta se acercaba. Detestaba tener que llevar un paraguas sobre mi cabeza y oír la caída punzante de aquellas gotas sobre mi impermeable, que apenas servía para mantener en condiciones mi ropa interior, pero que era calentito en días de invierno.
Era fanática de la vibra veraniega, de los colores vivos y relucientes, del sol fuerte sobre la arena y de las olas del océano que arrasaban con mi ansiedad. El mar se llevaba mis problemas... la lluvia me los traía. Cada chubasco era una gota más de barro que tendría que quitar de mis zapatos. Mi corazón se volvía loco ante cada mínimo trueno que retumbaba en la casa, y mi miopía aumentaba con cada relámpago que atravesaba la ventana. Ni siquiera a mis dieciocho años de vida había podido superar ese trauma nocturno que me perseguía desde niña, y sabía que, aunque el tiempo pasara, no sería capaz de conciliar el sueño en las próximas tormentas que se acercaran.
No había caso. La lluvia no me gustaba. Mi familia no me entendía, porque una opinión bastante popular era que el sonido de la lluvia era divino para echarse una siestita después del almuerzo. Y a veces estaba de acuerdo. A veces era satisfactorio cerrar los ojos y perderse en el ligero chapoteo que caía sobre el techo de casa, pero no cuando esa pequeñita llovizna anticipaba la llegada de una feroz y peligrosa tormenta sobre nuestras cabezas. Así me pasó una vez hace años... Me acosté tranquila a dormir la siesta con las gotitas de lluvia deslizándose por la ventana de la pieza, y a los treinta minutos me desperté con los gritos desesperados del vecino que volaba con su sillita de madera arriba de un tornado. Después de ese día, y durante unos cuantos años, me escapé a la madrugada para ir a dormir con Nana. Me había preparado para volar por los cielos junto a ella, si es que aquel fenómeno lamentablemente natural volvía a buscarme.
Me acostumbré a dormir sola a medida que fui creciendo, y cuando Nana me enseñó a mirar el pronóstico del clima. Era un dolor de cabeza tener que ir al colegio con lluvia, y más aún si vivías a miles de kilómetros de distancia como yo. Odié las mañanas lluviosas durante mucho tiempo, hasta que me di cuenta de aquel lado divertido de viajar entre las gotas de lluvia hacia el colegio. Nos reíamos a carcajadas con Nana mientras intentábamos esquivar el agua junto a Anita, y aunque llegábamos empapadas al aula, el clima había llenado de adrenalina nuestra mañana. Era lo mismo cuando volvíamos a casa, e incluso mejor cuando Nana se olvidaba el paraguas y teníamos que cubrirnos las cabezas con las carpetas del colegio. También era algo que sucedía cuando estaba con mis amigas; todavía recordaba aquella vez en la que nuestros pies se habían hundido en los charcos de agua de la calle sin siquiera dejarnos dar otro paso. Aunque a Nana no le gustó nada, esa había sido la excusa perfecta para faltar a Deporte y quedarnos en casa mirando la tele.
Era una contradicción que reprimía en mi interior últimamente... No me gustaba la lluvia, pero de ella salían las mejores anécdotas. Y al pasar del tiempo también tomó un significado más sentimental... Lo entendí en el velorio de Nana... No me gustaba la lluvia, hasta que descubrí que mis lágrimas también podían esconderse en ella.
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