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Lo que deja la tormenta

Mar 7, 2025

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Lo que deja la tormenta
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Nunca creí en el destino, pero hay cosas que te hacen dudar. A las cuatro de la mañana, la lluvia golpeaba el techo de chapa con furia. Un sonido hueco, rápido, como el tamborileo de una marcha inevitable. Sentía el viento colarse por las hendijas, la humedad pegándose a las paredes ya enfermas de moho. Afuera, el cielo estaba roto, vomitando agua sin descanso. Y adentro, mi casa se moría conmigo.

Me llamo Natalia. Cuarenta años. Docente de historia. En la escuela me ven como la profesora amargada, la que habla de revoluciones con la nostalgia de quien nunca hizo una. Nadie sabe que tengo los riñones podridos. Nadie sabe que me desvelo pensando cómo pagar las cuentas. Que las monedas en mi monedero pesan más que mi vida. Que estoy sola. Sola con mis gatos y con los fantasmas de mi familia, que no necesitan morir para ser espectros.

Siempre odié esta casa. Fue de mis abuelos, luego de mi padre, ahora mía por descarte. Es vieja, triste. Se deshace como yo. La humedad trepa las paredes, las rajaduras escupen el pasado. Pero es lo único que tengo. Lo único que me queda.

El agua comenzó a filtrarse primero por debajo de la puerta, como un presagio. Pensé que sería una gotera, algo mínimo, una de esas pequeñas tragedias domésticas que se solucionan con un trapo. Pero no.

La lluvia no cedía, el viento rugía, y el agua seguía entrando. Subía, lenta pero constante. Como si la casa estuviera llorando conmigo. Como si el mundo quisiera tragarme de una vez.

Cuando el agua me llegó a las rodillas, intenté salvar lo poco que me importaba. Subí a los gatos a la mesa. Rescaté mi caja de libros favoritos, aquellos que me acompañaron cuando nadie más lo hizo: Marx, Galeano, Walsh, tantos otros. Intenté desconectar la heladera, pero ya flotaba, resignada a su naufragio. Las sillas se tambaleaban, la cama absorbía el agua como un cadáver hinchado.

Pensé en llamar a alguien. Pero ¿a quién? No tenía a nadie. Las pocas personas que alguna vez fueron parte de mi vida ya se habían ido, por decisión propia o por desgaste. Las relaciones nunca fueron mi fuerte; a veces, por orgullo, otras por cansancio. Al final, todo terminaba igual: distancia, indiferencia, olvido. Nadie me debía nada. Nadie vendría a ayudarme.

La casa se llenaba de agua, y yo con ella. Me subí a la mesa, temblando. Los gatos maullaban, asustados. Miré alrededor y vi mi vida flotando a la deriva: mis cuadernos, mis recibos de sueldo miserables, las fotos que nunca enmarqué. Todo se iba. Todo se iba a la mierda. Y yo también.

Fue entonces cuando me di cuenta.

Toda mi vida me había aferrado a cosas muertas. Una casa podrida, recuerdos oxidados, libros que me hablaban de revoluciones que no viví. Me aferré a una identidad de lucha sin luchar, a un resentimiento que me tragó de a poco. Me aferré a la idea de que mi dolor era un escudo, de que estar sola era una elección cuando en realidad era una condena.

El agua llegó a la mesa. No podía quedarme ahí. Salí por la ventana, los gatos trepados a mi espalda. La lluvia me golpeó como una bofetada. La calle era un río. Autos varados, faroles apagados, el mundo en ruinas. Y yo, por primera vez en mucho tiempo, viva.

Me dejé llevar por la corriente. Nadé, braceé, no por salvarme, sino porque no había otra opción. Los gatos maullaban en mi cuello. Yo reía, histérica, aterrada. La casa desaparecía a mis espaldas, y con ella, la mujer que fui.

No supe cuánto tiempo pasó hasta que toqué tierra firme. Me arrastré hasta una calle alta. Me desplomé en el suelo, jadeando. Los gatos, empapados, me miraban con reproche.

Miré al cielo, aun vomitando agua. Y por primera vez, en cuarenta años, supe que no quería seguir ahogándome.

Giovanni Battista Manassero

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