A veces me pasa: estoy lavando una taza y me detengo. El agua corre tibia, la espuma se desliza por los dedos, y durante un instante —uno solo— no pienso en nada. No corro. No planeo. No repito. Simplemente estoy ahí, en la mitad exacta de lo que existe. No dura mucho. Pero cuando pasa, todo se vuelve más real.
Me acuerdo del viejo, cuando se sentaba en silencio al borde de la cama a calzarse. No era un silencio tenso. Era ese tipo de pausa que no necesita explicación. Como si supiera que el día iba a venir igual, con su ruido, con sus cuentas, con sus noticias. Pero él se tomaba unos minutos para mirar por la ventana, aunque no hubiera nada nuevo afuera. Nunca supe si rezaba, si pensaba, o si simplemente respiraba. Ahora creo que estaba en el ahora.
Mi vieja también lo hacía. Cuando pelaba papas con la radio encendida en AM, cantando bajito mientras el cuchillo hacía su recorrido perfecto, sin apuro. Había algo en ese gesto que no era sólo oficio. Era entrega. Era estar ahí. Sin escapar a otro lado.
Yo no entendía nada. Iba y venía corriendo, con la cabeza en otra parte. Soñando con lo que vendría, lamentando lo que pasó. El presente me parecía un trámite. Algo que había que atravesar para llegar a lo importante. Pero un día, después de tanto correr, me detuve. Y en ese detenerse, algo se abrió.
El ahora no avisa. No es un lugar al que se llega, ni un premio para el que hace todo bien. Es más bien un susurro. Un borde invisible. Algo que aparece cuando uno se rinde un poco. Cuando no está tratando de controlar, de entender, de justificar. Es como si la vida, por un segundo, se dejara ver sin disfraz.
Claro que dura poco. Porque enseguida vuelve el torbellino. Las urgencias, los pendientes, el “¿y después qué?”. Pero ya no me asusta tanto. Porque sé que el ahora está ahí, como una puerta entreabierta, esperando que me anime a pasar.
No es fácil. El mundo no ayuda. Todo empuja a estar en otra parte. A producir, a mejorar, a acumular. Pero yo aprendí —con el cuerpo, no con libros— que lo más valioso no se consigue, se presencia. Y que no hace falta hacer nada raro. A veces, alcanza con escuchar el hervor de una olla, o sentir el sol pegando contra la nuca cuando uno barre la vereda.
El ahora es humilde. No se luce. Pero tiene una potencia que asusta. Porque en ese instante sin nombre, uno se encuentra con lo único que no puede negarse: uno mismo. Sin excusas. Sin pasado. Sin plan. Solo eso.
Y cuando pasa, cuando de verdad pasa, entendés que todo lo demás —el miedo, el esfuerzo, la espera— eran formas de evitar lo más simple: estar.
Estar en el ahora.
Estar en vos.
Estar en la vida.
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